Recuperé mi aliento largo rato
después de despegar el avión. Desde que
salí de mi mundo y volé a este nuevo espacio cada despegue duele, el pecho se
aprieta, es como caer en cuenta que me estoy marchando de nuevo. Esa sensación
de estar por el aire, tan lejos del punto de partida, mientras el mundo sigue
girando y yo en su mismo sentido, pero más de prisa, como queriendo alcanzar lo
que todavía no ha llegado. Como un viaje no sólo en el espacio, sino también
en el tiempo. Y empecé a recordar cómo
comenzó y terminó esta pequeña travesía de un corto retorno a mi hogar,
tratando de no pensar en el amor que se me fue y que esta vez no pude abrazar.
Había viajado desde Tenerife hasta Madrid, iba sola. Mi compañero de viaje, un señor que regresaba a su hogar, en el que se arraigó hace muchísimos años y que siente tan suyo como su vida. Canario de nacimiento y venezolano de corazón, como tantos que comparten dos terruños, pero aman la tierra que los acogió y siempre quieren volver a ella. Simpático, con su maleta llena de medicamentos para él y su familia y contándome historias de las que ya todos sabemos y que agobian la tranquilidad del vivir en un país que hace tiempo se desdibujó de aquel cuadro pintoresco, lleno de luz y de alegría. Pero no quiero hablar de eso ahora, porque eso ya lo sé y hoy no lo quiero contar.
En Madrid el sobrio aeropuerto
nos acogió distante, silencioso, sereno, elegante, amplio, como si no hubieran
prisas detrás de las paredes, todo en su lugar, las tiendas, los puntos de
información, las pantallas, la gente tranquila esperando abordar su vuelo, como
si estuviera escrito todo lo que va a pasar ese día. Hasta que llegué a la puerta para la salida
al avión que partiría a Venezuela. Todos
hablaban como si cantaran, claro, el acento era muy notorio y parece que se
contagia. Y todos hablaban. Terminé conversando con tres personas más, además
de aquel señor que me acompañó en el anterior vuelo. Compartimos un buen rato en la espera.
Ya en el avión, esta vez me tocó
como compañero de viaje un joven francés, que viajaba por primera vez a
Venezuela invitado por una amiga que conoció en París. Distante, rígido, no sé
si sabía sonreír, creo que se le olvidó.
En fin. Demasiado largo ese trayecto.
Por fin llegamos a Venezuela y las
maletas también, respiré. No quiero
recordar las fotos que me dieron la bienvenida. Y enseguida a empezar a nadar
como un pez más en las turbias aguas de la desinformación formal y a buscar
atajos informales. Allí todo funciona
mejor. Dónde consigo un carrito para
poder desplazar el equipaje hasta el terminal nacional; todavía me faltaba un
vuelo. - Espera uno por ahí, por donde los deja el muchacho que los trae de allá-,
me respondió un informante en un atajo. Pues vale. A correr entre ese punto y
el de salida del equipaje, varias veces, hasta pescar uno y aferrarme a él como
si fuera un tesoro.
Ahora me faltaba llegar al
terminal nacional. Un largo pasillo, caminé de espaldas a esas fotos que me
querían saludar, yo esa energía no la quería ni la quiero. El bullicio me
indicaba hacia dónde debía ir. Y llegué.
Mucha gente simpática. Todo el mundo hablando, ¿es que acaso todos se conocen? En
realidad es la necesidad de información, si no preguntas, cómo te enteras. Y es
la esencia de la gente. Parece que todos
quieren comunicar algo. Mientras me
acercaba a la salida para dirigirme al mostrador veía grandes grupos de gente
moviéndose de pronto de un sitio a otro, y mientras unos avanzaban, otros
retrocedían, iban grupos de aquí para allá y todos atentos. Muchísima gente,
las sillas no eran suficientes, muchos en el suelo. Parecía una feria. Pero no podía entretenerme en entender lo que
veía, tenía que llegar al mostrador. Llegué,
y entonces el acento de las voces a mi alrededor tenía una melodía muy particular,
jocosa, alegre, graciosa, disparatada.
Ya estaba entre los míos. Era la cola para el vuelo a Maracaibo. Mi
primera cola en Venezuela. De las demás no me quiero acordar. Miraban
indiscretamente mis dos maletas gigantescas.
Quizá pensaban en la “mercancía” que pudiera llevar dentro (y que de
hecho llevaba). Esto lo entendí después.
Yo trataba de hablar lo mínimo pues me
sentía desubicada, mientras pagaba mi exceso de equipaje con esos billetes que
me resultan tan ajenos y que parecen sacados de un juego de cartas esotéricas. Trataba
de parecer natural, como si estuviera acostumbrada a ellos.
Ya dentro del terminal nacional
otra vez, empecé a comprender esos movimientos en masa. Eran los cambios en las
puertas de salida a última hora. De
hecho a mí me pasó. E hice lo mismo que todos.
Avanzar con prisa y tratando de estar atenta a cualquier nuevo anuncio
de cambio, confiando en el oído atento a cualquier timbre de voz un poco más
alto que los demás. Así se hacían los
anuncios. ¿Y por qué tanta gente?
Demasiados vuelos atrasados van haciendo el espacio de espera cada vez
más pequeño. Por fin, con sólo una hora de retraso y contenta de tener esa
suerte, estaba en el siguiente avión. Demasiadas horas despierta como para
fijarme esta vez en quién iba a mi lado.
Por fin llegué…
…Un mes después, me encontraba de
nuevo llegando al terminal nacional en Maiquetía, luego de mi partida de
Maracaibo nueve horas antes, por recomendaciones ante los acostumbrados atrasos
de los vuelos. Venía ahora con tres maletas,
más el equipaje de mano, después de descargarlas de “mercancía útil”, en lugar
de los acostumbrados regalos y cargadas ahora de algunas de las cosas que aún
me quedaron después de haberme desprendido de tantas otras. Y ahora, cómo hacía para llevar todo eso al
terminal internacional. Pues otra vez a
pescar un carrito y resultó fácil.
Sobraron las ayudas sin pedirlas, el carrito lo negocié con una señora
que lo soltaría pronto, las maletas me las bajaron de la cinta antes de pedir
ayuda y otra vez de espaldas a esas fotos, ahora con más indignación, caminé
hasta llegar a la primera cola de las cinco que me esperaban antes de subir al
avión: la de facturación, la de la entrada a la sección de pasajeros, la de
revisión de equipaje y de cuerpos, la de emigración y la de entrada al avión.
En cada cola conocí a gente estupenda, que empezaban a hablar y a sonreír,
aunque todos se quejaban. Me ayudaban
con el equipaje antes de que lo pidiera y, como yo, daban la espalda a los
mensajes escritos en las pantallas, que no querían recibir, y pasaban sin mirar
esas fotos de las que salían vibraciones algo extrañas. Conocí una pareja de Valencia, otra de
Caracas, una señora de Mérida, uno de Perú.
Y finalmente en el avión, una joven de Caracas, recién graduada en la
universidad y ya había dado clases en ella.
Se iba a estudiar una maestría en Valencia, España, su ilusión de
prepararse saltaba en el brillo de sus ojos.
Muchacha llena de energía, de entusiasmo por superarse, hablaba como si
el mundo le quedara pequeño. Qué pena que también tenga que irse a buscar su
espacio donde ahora le es negado.
Comprendí en mi viaje que el
venezolano que vive allá conserva su esencia, aunque muy golpeada. Es solidario, colaborador, más desconfiado,
pero le brota el carisma, la empatía.
Hay mucha tristeza, sobreviven y para ello van cada día como lo hice yo
cuando pasé por aquel pasillo, de espalda a las fotos que me indignaban. Los golpean por un lado y por otro y ellos
vuelven a ponerse en pie y, aunque cojeen, siguen adelante. Siguen haciendo chistes de cada turbulencia,
descubren cómo saltarse las trampas en el camino, siguen siendo amables,
sonrientes. La comunicación informal termina
siendo el patrón que les indica qué hacer, quizá por eso hasta con los ojos
hablan. La gente mira y ya sabe a quién preguntar y todo el mundo está
dispuesto a informar, a ayudar, por aquí, en esta cola, ¿y aquélla para qué es?... Esas trochas por los caminos verdes guiados por señales de gente que te vas
encontrando y te va indicando por dónde seguir, se convierte en el GPS más
preciado. Mi gente maravillosa, cuánto
quisiera volver a pintar con nitidez aquella Venezuela que se fue desdibujando
de ese cuadro colorido, romántico, realista y mágico, para convertirse en un
cuadro surrealista y abstracto, ajeno y desesperado. Melancolía en los rostros,
colores grises en las calles, y un salpicante tricolor escondido detrás de los
ojos que buscan desesperados un lugar donde desahogar tanta energía, tanto
color apagado. Aunque lo niegan, creo
que la esperanza es lo que los mantiene firmes, las ganas de vivir y de volver
a pintar con el arcoiris de su paleta, ese país de esencias, de aromas, de
sonrisas, de lucha y de prosperidad. Ése que me enseñó a vivir y a valorar mi
origen. Que Dios te bendiga Venezuela. Te
sigo queriendo.
Añoras tanto tu tierras que te pregunto ¡Si pudieras marcharte ahora y volver hace diez años¡ la narracion perfecta, el que lo lee parece que hace contigo el viaje.
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