Era ella un pez y nadaba
incesante por las aguas de un mar llamado vida.
Era él un navegante, surcaba ese mismo mar con inquietud. Llevaba su red. Nunca presumía de tenerla, pero
le acompañaba a navegar cada vez que su inquietud lo invitaba a zarpar.
En las aguas ella se movía como
danzando, iba de un lado a otro. Le
gustaba ver a los demás peces bailar todos juntos. Su rumbo era el norte, allá donde seguramente
una estrella le ayudaría a iluminar su sueño.
Él también navegaba hacia el norte, tenaz, bravío, infalible, moviendo
sus velas, jugando con su timón, analizando el viento, mirando siempre el
horizonte, con su brújula en el bolsillo.
Él necesita el agua para navegar,
para pescar. Es su trabajo, también su
pasión. Va por encima del agua, su
apoyo, su camino, la cuida, la respeta. Sabe que el mar es inmenso y se puede
hundir en él. Ella va dentro del mar, lo respira, lo siente, lo saborea, lo
disfruta.
Para él, las estrellas son su
guía, para ella son su sueño. Ella nada
y juega con los demás peces. Él, solitario,
la observa jugando, sonríe y sigue navegando. Él pensando y pensando. A veces queda
ciego de tanto pensar.
Se conocieron un día como
cualquier otro. Él navegaba y ella
nadaba. Se vieron y siguieron su
camino. Pronto se dieron cuenta que
llevaban el mismo camino. Se miraban,
ella nadando, jugueteando y coqueteando con las olas. Tenía amigos que de vez en cuando la
acompañaban en su avanzar. En ocasiones ella les abría paso en el mar, en
otras, eran sus amigos quienes le facilitaban el camino. El barco surcaba cerca, lo veía alejarse y a
veces lo dejaba atrás, pero al final se volvían a encontrar. Comprendieron de sólo mirarse que, aunque
ella en el mar y él sobre el mar, tenían
el mismo norte, iban al mismo lugar.
Un día de calma en el viento y serenidad
en el mar, él se lanzó a nadar y a jugar con ella. Pez y hombre. Diferentes, se miraban y se
entendían. Se alejaban y volvían. No necesitaban hablar, sus ojos se
comunicaban. Y así siguieron. Él regresó a su barco, sabía que ella estaría allí. No la quería enredar en su red, no hacía
falta. Y el pez, no quería limitarse a
la red de un navegante. Le gustaba aquel barco, pero disfrutaba de la libertad
del mar.
Su ceguera mientras contemplaba
los detalles de su ruta le impedían ver que aquel pez comenzaba a mirarle con
la ansiedad de un ser con alma. Y es que
así ocurrió. De tanto acompañarse, de
tanto necesitarse, en ella fue despertando un alma dormida, o quizá fue un
regalo de algún ángel juguetón. Lo
cierto es que ella recibió el regalo de un despertar con vida de mujer. Y así, sin pensarlo, como esas cosas que
ocurren sólo porque sí, él también despertó de su mundo lleno de mapas,
horizontes, mediciones, proyecciones, y contempló a aquella mujer, ya no un
pez, con piel de azucena, ojos grandes y brillantes y labios de nectarina, que
nadaba a su lado. Fue mágico, él la
invitó a subir, la abrigó con un manto cálido y la abrazó. Comenzó así un tiempo nuevo, un navegar
distinto, lleno de risas, de esperanzas, de sueños.
El horizonte dibujaba desafíos,
pesares, derrotas y también triunfos y grandes alegrías. Era cuestión de seguir
adelante, de comprenderse y darse libertad, de compartir el proyecto y seguir
una ruta, de saberse diferentes y aún así amarse. Simplemente así, ella y él…
De un simple azul, los mézclate con tu imaginación y sacaste infinidades de tonos, fuiste capaz de meter en una vasija muchos acontecimientos de tú vida, tocaste una tecla del piano y formaste un zafarrancho musical, una día quisiste desordenar tu mente y te adueñaste de las entropías, en esta, con lo inmenso que es el mar, un pez a la borda de una barco, gobernado por un soñador, se simultanean para elegir la estrella más grande y brillante, la que no engaña y da el norte verdadero, que poco necesitas para amenizar, encantar y cautivar al lector.
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