sábado, 28 de enero de 2017

El día de mi fuga

Hoy no estuve.  Decidí fugarme un rato conmigo misma. Necesitaba ese encuentro.  Me perseguía un vacío que se adueñaba de mí a ratos y extraía de mí mucho más que mi atención.  De pronto me vi entre fogones, queriendo atizar los espacios, los momentos, queriendo moldear una nueva vida.  Entonces caminé hacia donde me empujaban las chispas que salían de mis brasas.  Allí estaban los recuerdos más espesos.  Los mezclé todos, los aclaré un poco mientras los batía con energía hasta sacarles espuma y los pasé por un colador para que no pasara la borra amarga y sucia.  Los guardé un rato en la nevera hasta que cuajaran.   La idea era que se mantuvieran fríos y cambiaran su apariencia.  Debían ser más suaves, más cremosos.
Busqué deseos en la alacena.  Tenía que haber muchos, estaba segura de haber almacenado unos cuantos.  Allí estaban, empaquetados de diversas formas y, por supuesto, cada uno ajustado con un gancho cuyo color hacía perfecto juego con el color de cada paquete.  No lo puedo evitar, los paquetes deben combinar con sus ganchos, incluso si estoy en una fuga mental.
Comencé a leer las instrucciones de cada paquete de deseos. Especificaban muy bien las cantidades a mezclar y los aderezos a agregar, pero yo preferí hacerlo como me apetecía en ese momento.  Así que tomé un poco de lo que había en el paquete azul, mi preferido, aunque nunca sé lo que guarda dentro.  Tenía puesto un gancho blanco, que lo mantenía cerrado herméticamente.  Así lo había dejado la última vez que lo usé, aunque no recuerdo cuándo fue.  Azul y blanco, combinaban perfectamente.
Los deseos del paquete azul son algo misteriosos, pero a mí me encantan, porque me sorprenden y por lo general, me superan. Medí dos tazas, quería dos porciones, y las reservé en un bol transparente y delicado.  Es lo que se merecen unos deseos tan especiales. Abrí la gaveta de las especias.  Había amor triturado, esperanza en polvo, sonrisas en hojuelas, sabiduría en granos, semillas de paciencia, locura desecada, alegría en forma de unas diminutas zapatillas de baile, imaginación envasada al vacío, dulce de besos en curiosos tarritos de mermelada y unas pepitas de colores que no sé lo que eran, pero su etiqueta decía que daban buena suerte.  Había más especias, pero me gustaron esas, parecían perfectas y yo necesitaba un poco de eso.  Estaba rota y hueca.

De repente, sentí un olor humeante que venía de afuera.  No me gustó, olía a desprecio, a olvido, a desesperanza.  Un olor turbio que abría mi agujero, el de la herida en mi rotura.  Entonces cerré las ventanas y me quedé sola y tranquila.  Respiré hasta conseguir el aroma a soledad que necesitaba para continuar con mi receta.
Mezclé en un gran tazón los recuerdos que ya estaban blandos y fríos, con las dos raciones del paquete azul de los deseos.  Utilicé la cuchara de madera que me regaló mi mamá, la que ella utilizaba para revolver las tazas de ilusión que nos servía en las mañanas y que estaba acostumbrada a sus manos y a su suavidad.  Utilicé movimientos envolventes, como ella me enseñó y fui agregando poco a poco pequeñas raciones de las especias que había reservado para mi nuevo momento.  El color de aquella mezcla se hacía cada vez más brillante, lucía apetitoso.  El fogón estaba a la espera y a punto para recibir aquella mezcla inusual de mi momento fugaz. Se fue cociendo lentamente, a la vez que se doraba y se convertía en una deliciosa masa, una especie de pastel enriquecido de imaginación.  Daba olor a vida, a deseo, a camino fresco.  Olor azul, a tardes de luz exprimidas en mis pensamientos y untadas en mi piel. Olor a flores mimosas, olor a encuentro, a ternura.
Mis brasas ya estaban atizadas, necesitaban paz húmeda para reposarse de nuevo y regresar a la calma que me alejaba del vacío… Y la tuve, la abracé hasta que se alojó en mi pecho.

Aún me queda una ración que guardé del día que no estuve, del día de mi fuga, cuando me encontré conmigo y saqué de mis brasas aturdidas mis mejores ingredientes para poder seguir estando.  Y esa ración que conservo la quiero compartir…

viernes, 20 de enero de 2017

Una historia que tal vez no fue. O tal vez sí...


Era un día cualquiera, quizás era una tarde, tal vez una noche. Era un mes cualquiera de un año cualquiera. Había dos desconocidos que no sabían por qué estaban allí, si era que realmente estaban. Tal vez nadie los veía, tal vez todos los miraban. No sabían lo que sentían, o tal vez no sentían lo que sabían.  A veces temblaban, a veces soñaban, quizás sufrían, quizás reían, quizás vivían. Estaban y no estaban. Eran luz y eran sombra, un sueño tal vez. Ella cantaba, él susurraba, quizás se escuchaban, quizás se pensaban.  Se miraron sin saber que lo hacían. Se tocaron sin acercar sus manos. Se pensaron casi sin pensar, se desearon casi sin querer.  Buscaron en la sombra la luz que no estaba. Sintieron en sus vientres las caricias que no había.  Eran lluvia en días de sol, eran nieve en días de calor, eran fuego escapado del invierno, viento en el vacío, olas en el desierto.

viernes, 13 de enero de 2017

Yo y mis curvas…


Entré al salón de clases con más ganas de irme que de quedarme.  ¡Qué día tan pesado!  Era como un horrible plato de avena: quieto, espeso y sin color.  Todo me salía al revés. Desde que me desperté no había hecho más que tropezar con cuanto objeto y situación se me presentaba.  Y allí estaba el profesor de Microeconomía, con las curvas de oferta y demanda y los conceptos de elasticidad e inelasticidad.  Quería decirle que no me interesaba la reacción de los compradores o la de los ofertantes.  Quería decirle que para inelástica yo, que me daban igual los bienes inferiores o los complementarios o los sustitutos.  Tendría que notarse en la pendiente de mi curva de atención, casi tendiendo a menos infinito. Era evidente que a esa hora y con el día que me servía de antesala, mi tendencia tenía que ser inelástica.  El ejemplo de los palillos mondadientes me tenía sin cuidado.  Acaso estaba yo para analizar que un producto con un precio tan bajo hace que la curva de su demanda sea inelástica ante las variaciones en su precio.  Y empecé a contar palillos en mi mente… uno, dos, tres palillos. ¿Cuánto costarán cinco palillos? Tan bajo es su precio que si me los ponen al doble o al triple, los compraría igual.  Palillos y palillos, qué aburrido. 
El profesor dibujó otra gráfica, dos ejes perpendiculares: cantidad, precio… y ahí viene la curva.  Esta vez de oferta… tan poco  inclinada que casi se duerme, como yo.  Mientras lo escuchaba aburrida, me imaginaba acostada en el eje  horizontal, el de las cantidades, escuchando una canción y tomando lentamente una copa de vino.  Y pensé: esta relación tiene que ser directa, como la curva de oferta, a más vino, más alegría. Seguí tumbada sobre mi eje imaginario. De pronto dibujó una curva de demanda elástica, con una pendiente poco divertida.  Ni un niño se divierte en un tobogán así.  Pensé en la vida, tendría que ser a veces más elástica, llena de reacciones sensibles ante los cambios y no tan aburridas como la inelasticidad que me acompañaba aquel día. Quizás una curva de indiferencia se hubiera adaptado perfectamente a mí.
Pero es que algunas veces soy elástica y otras tan inelástica, sí, como las curvas.  Esa fue mi reflexión de ese día, fue el único concepto que me quedó de aquella clase tan aburrida y que yo intentaba hacer  más divertida.  Se lo quise contar al señor del kiosko.  Lo saludé como todos los días y le dije que ya sabía que compartía algunas de las propiedades de las curvas de oferta y de demanda. Y él, que medio sordo estaba, me preguntó que si mis curvas tenían demanda o si era que yo las había puesto en oferta y las quería compartir. Lo dejé con la duda, mejor era no aclarar aquello, quién me mandó a hablar de más.  Me fui con mis curvas a otro lado. 
Seguí mi camino pensando en la inelasticidad, creo que ese concepto se acercaba más a mi conducta: terca y obstinada.  Es que le entendí que cuando las reacciones son mínimas ante los cambios en la variable que la determina, entonces la curva tiende a ser inelástica, y si la reacción es más importante y su pendiente es mayor que uno, entonces la curva es más elástica.  Yo no tenía las más mínimas ganas de calcular pendientes, que si mayor que uno, que si menor que uno, mi cerebro estaba negado, era más fácil imaginar mi propia conducta ante variaciones en los elementos que me rodeaban: el despertador de la mañana, el cabello enredado y sin forma, el ruido del secador, el tráfico y la polución, el cajero sin dinero, el tacón atascado en la acera, el café tibio y dormido en su taza, mi lápiz sin punta, mi labial descolorido... Y nada me sacaba de mi propósito, seguía mi rumbo sin prestar atención a las variables del camino: inelástica pues.  Al menos eso creía yo.  Es que tenía guardada la otra parte, esa que me hace obsesiva y apasionada. La que me hace tan vulnerable, tan elástica, como la curva de demanda que se asemeja a la hamaca que quisiera acompañar con una copa de vino entre los tallos de dos cocoteros a la orilla del mar.  ¿Lo ves? Es fácil, ya salió mi otro yo, ése que se apasiona con cuanto cambio de color se deja ver en el cielo y cuanta florecita decida vivir entre las grietas de cualquier acera abandonada. Con reacciones tontas y aletargadas no puedes ir por la vida, pensé. Qué más da, así soy, así es más fácil asimilar la vida y también las curvas.

Mi clase de Microeconomía al final no resultó tan fastidiosa como me pareció al principio.  Seguro es mi elasticidad que me permite comprenderlo así, o quizás esa mezcla deterquedad y apasionamiento.  Tal vez soy como la economía: muchos la quieren comprender, pero es difícil de explicar, a veces se entiende y a veces no. Sus curvas pueden ser elásticas o inelásticas, su propósito desemboca siempre en alguna proyección, su futuro es incierto, siempre dependerá de algo, o de alguien. Y mejor ni hablar de los insumos y los productos, eso lo dejamos para otra clase.  Y tal como me despedí del señor del kiosko: mejor me voy con mis curvas para otra parte… Y me llevo el vino…