Era una madrugada a principios del
mes de diciembre de un año cargado de conflictos, de emociones, de cambios, de
esperanzas y desesperanzas. Dormía y
soñaba algo extraño, había una entrada, un camino, una amiga que me indicaba
que avanzara y siguiera con ella, un cubículo, unas gavetas, como cualquier
sueño de esos extraños a los que no encontramos sentido. Pero unas palabras se colaron en él, venían
de una dulce voz, profunda, señorial y elegante, así la recuerdo. “Todo en la
vida tiene un tiempo y todo tiempo tiene un fin”. Eso fue todo, pero aquellas
palabras quedaron grabadas en mí, yo creo que para siempre. Como si el destino me alertara. Me hablaba del tiempo, y por qué el tiempo,
la vida, el fin, tantas cosas en una sola frase. Mi deseo en aquel momento era
que todo lo que estaba pasando terminara.
Entonces pensé que de eso se trataba.
Quizá inconscientemente trasladaba a mi sueño mi deseo. Toda esa turbulencia se acabaría, llegaría su
fin. Pero no fue así. Lo que llegó a su fin fue mi tiempo, mi
ciclo, mi forma de vida, mis amigos, mi familia, mi momento, mi tranquilidad, mi plan de futuro. Y mi entorno cambió, pero no como yo lo
deseaba. Ese fue el principio del fin de aquel tiempo. Se terminó. Y sin darme cuenta me despedía de
lo que luego no ha vuelto a ser mío.
Años después, ahora en un país distinto, que en aquel tiempo ni pensaba conocer, recuerdo casi a diario aquellas palabras. Fue el fin de una etapa preciosa, pleno ascenso de mi vida, satisfacciones profesionales, personales, veía una montaña altísima frente a mí y la escalaba con energía, como si la cuesta no pesara. Y conmigo los míos. Pero las cosas cambiaron. Ese ciclo tuvo un fin. Y yo pensando que el fin era de mi entorno. Tardé en darme cuenta. Era el fin de aquel tiempo, simplemente de mi tiempo.
Pero es que mi tiempo no terminó
en ese fin. Ese fin ha sido el principio de mi otro tiempo. Y en ese tiempo
estoy ahora. Muy distinto al anterior. Aquel fin dividió mi vida en dos, un antes y
un después. Un antes lleno de energía, de tantos logros, de lo más sagrado, la
compañía de los míos. Un antes en el que pasar los obstáculos era sólo cuestión
de proponérmelo. Un después lleno de
incertidumbre, con el antes clavado en la memoria, atravesando mi corazón hasta
romperlo. Un después tan lleno de antes,
demasiado lleno.
Pero ha pasado el tiempo y yo
sigo viviendo en este después. He aprendido mucho, un aprendizaje distinto al
anterior. Ahora con menos fórmulas y
tecnicismos. Con más intuición y experiencia. Menos normas, menos prudencia,
más arriesgada. Menos apego al ahora,
más apego al después, a lo que vendrá. Lo espero con menos miedo. Ya bastante temor he pasado. Me he
desprendido mucho de mí misma. He liberado las tensiones de la perfección y he
aprendido a aceptar. Pero mi antes es
sagrado, que nadie me lo mueva, que nadie me diga que así no fue. Es mi
trampolín, es lo mejor que ha pasado en mi vida. Sin ese antes es imposible mi ahora. Que nadie lo turbe, lo quiero así, en mi
recuerdo, sin él no subo. Y estoy subiendo.
Mi antes, como tu antes, es casi sagrado, intocable. No me digan que es
otro, si es que fue maravilloso, aunque lo busque en el ahora y no lo
encuentre. Este después, aunque muy
distinto, más sufrido, lleno de cicatrices, pero también de valor, de ganas de
vivir, es mi ahora. Un ahora que comenzó
en un antes y que superó un después.
Lo pienso otra vez…Todo en la
vida tiene un tiempo y todo tiempo tiene un fin. Y llegó este tiempo, y recibí la oportunidad
de gritarlo, no antes, si no ahora, en mi después. Y mientras camino en este tiempo he visto el
fin de muchos tiempos. De otros tiempos.
Que no me pertenecen pero que han estado conmigo. También he encontrado
cosas maravillosas en este tiempo, cosas que estaban contenidas, amarradas, reprimidas y que han
encontrado por fin salir de donde estaban.
¿Nueva?, bueno ya no tanto. Quizá renovada, reflexiva, ¿más que antes? Es
diferente. Soy diferente. La misma, pero envuelta en un después que marca sus
huellas.
Dónde voy ahora, pues no lo sé,
después de aquel antes que se quedó allí, ya cualquier cosa puede venir, un
nuevo tiempo, un nuevo fin, la misma vida, un nuevo comienzo, un dormir y un
despertar, sueños que revelan, que señalan los inicios, los cambios, lo que se
deja atrás y no vuelve, o vuelve, pero ya no es igual, ni mejor, ni peor,
simplemente diferente. Descubro que la
danza de la vida hay que vivirla danzando y agradeciendo el poder hacerlo. Así
que danzo todo lo que puedo y así la vida me sonríe. Y cuando no lo hace, le
hago cosquillas, al final tiene que sonreir.
Salgo todos los días a ver con
qué color amaneció ese nuevo día, si está bien combinado, si lleva puestos sus
zapatos de danzar, si lleva suelto su cabello, si lleva su paraguas, por si se
derraman lágrimas, si va de falda o de pantalón, por si hay que trepar y
correr, es que cada día es diferente y hay que vestirlo de modo apropiado, pero
siempre con los zapatos de danzar.
Y por qué lo digo, quizá llego el
tiempo de decirlo. Vivo mi tiempo, me refugio en mi antes que es sagrado y
perfecto, me bailo mi día, respiro profundo al amanecer, así sé que estoy viva,
pienso en ti, en ellos, en la próxima madrugada. Y el tiempo llega a su fin,
porque es vida y la vida es así. Y comienza un nuevo tiempo. Estoy en mi nuevo tiempo, te proyecto, me
ilusiono. Así tejo mis días y armo mi
después. Allá voy, sin esperar el fin, porque cuando crea que ha llegado es
porque está comenzando un nuevo tiempo, quizás anunciado en un sueño, quizás
no. Porque es así, todo en la vida tiene un tiempo y todo tiempo tiene un fin.
Reflexión muy bella, fue muy fácil narrarla a quien la escribió, porque lo expresa como lo siente, vive el presente, le ilusiona el futuro, pero tiene sus ojos clavados en el pasado.
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