domingo, 8 de febrero de 2015

La Rebelión de un Pentagrama

Saltaban de un lado a otro, subían las escaleras de las líneas, para luego deslizarse entre los espacios.  Líneas y espacios, un mapa perfecto que antes les indicaba el lugar correcto para una melodía bonita y contagiosa.  Estuvieron allí inertes por mucho tiempo.  Una clave les indicaba cuando estaban en Sol, o en Fa.  Un pentagrama sencillo, en el que Doña Redonda y Doña Blanca de repente comenzaron a corretear a las pícaras Negras, cansadas de permanecer en el mismo lugar, aunque con la misma distinción y estilo, pero buscando otro tipo de melodías. Un mapa que se convirtió en celda con cinco barrotes horizontales. Las Corcheas siguieron la rebelión, y encantadas de bailar juntas, decidieron seguir tomadas de la mano, pero un tono más arriba, saltando a Don Silencio.  Invitaron a las Semicorcheas, sujetadas con ambas manos a la cintura de sus compañeras.  Comenzaron todos a bailar de manera disparatada, y aquello empezó a perder sentido.  Los Silencios se caían de las líneas y luego rebotaban entre ellas.  Se colaban entre las primas Fusas, siempre tan ligeritas y apresuradas, ni decir de las Semifusas, impacientes y atropelladas.  De pronto se colaba Don Sostenido y las obligaba a subir un semitono riéndose del disparate resultante, hasta que llegaba Don Bemol y las hacía retroceder. Los puntillos decidieron alargar las melodías posicionándose para cubrir silencios. Las marcas de los compases pedían más tiempo, querían olvidarse del tres por cuatro.  La clave de Sol, pomposa y arrogante se burlaba de la de Fa, por sencilla y preguntona.  Sonidos discordantes que salían de lo que antes fue una hermosa melodía.
Aquellos signos musicales estaban perdiendo la lógica y la inspiración de quien los pensó, estaban tomando vida, cansados de la misma melodía, y se sentían esclavos tras los barrotes de aquel pentagrama viejo y oxidado.  Por eso comenzaron a jugar como niños en un parque de barrotes horizontales y finalmente se escaparon, felices y picarescos. 
Se posaron en mi almohada y se rieron de mi sueño.
Me despertó el dulce sonido de un piano sobre el que imaginé las manos de un príncipe simpático, que no quería dejarse escuchar, pero que no soportó el deseo de posarse inquieto sobre el teclado y descargar su dulzura y simpatía a través de aquel combinado de ébano y marfil.  Y enseguida, las notas apresuradas de una guitarra efervescente que recibía la descarga inocente de unas manos fuertes y ligeras con unos dedos ágiles, veloces, a la vez que serenos y calculados.  Dos tesoros deslumbrando al silencio con acordes llenos de vida.
Caminé unos pasos y vi en aquellas dos almohadas, aún tibias, los restos de barrotes liberados de un pentagrama oxidado, aún golpeado por los deseos desesperados de encontrar frescura.  Y al parecer la encontró.  El sonido se había renovado, tenía olor a nuevo, sabor a fruta fresca.


Volví a mi almohada y limpié los restos de notas regadas y aburridas.  Me acomodé placentera mientras la melodía susurrante peinaba mi cabello alborotado y me daba un beso en mi mejilla sonriente. Respiré profundamente y me dejé llevar por el sonido armonioso de ese amanecer tibio que dejó para siempre el recuerdo del disparatado mundo de aquellas notas que tomaron vida y encontraron dos almohadas llenas de ilusión en las que comenzar a vivir de nuevo.

1 comentario:

  1. Tu reflexión tiene armonía, melodía y ritmo, Me quedo con el silencio en lugar del sonido. Muy buena. Como siempre bonita reflexión

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