jueves, 16 de junio de 2016

Desde la perspectiva del fuego

Estaba ardiendo, sintió su fuego mientras el silencio consumía sus llamas.  Pero era fuego, había fuego y ni mil inviernos apagarían aquel calor que de su sangre emanaba.  Era un volcán y ardía, un volcán feroz que sentía miedo mientras decía no tenerlo.

Pasión y ternura en un solo gesto, en su mirada, en su cariño.  Nunca hubo nieve en sus huesos, aunque la tormenta amenazara.  Su mirada altiva ocultaba su pecado, el que nadie se atrevía a juzgar.

Siempre había primavera en su sonrisa, primavera con fuego, con calor de verano en su otoño más radiante.


Le dijo que lo amaba y su fuego se avivó.  Ella lo sintió.  Ya no sabía si estaba o no, pero sabía que ardía y era como un sueño, de esos que se sienten y se confunden con la verdad.  Tal vez era tan cierto como lo que ella sentía.

Brotaba lava de su fuego interno, por eso supo que era un volcán, pero también brotaban semillas de sus ojos y por eso supo que era primavera.

La miró desde su jardín en medio de la nada y supo que era etéreo.  No sabía si era cielo, porque había alas en su espacio, no sabía si de ángeles o de mariposas, pero volaban en aquel aire caliente lleno de misterio.

Extendió sus brazos esperando sentir su ardor y lo sintió.  Por eso supo que estaba allí, que era volcán y cielo, otoño y primavera, ángel y mariposa, lava ardiente que quema hasta marcar cicatrices que no se van jamás.


Se quedó con la cicatriz más bonita que se pueda tallar en un corazón.  Su volcán de cenizas sigue empañando el cristal de sus amaneceres.  Es humo y cenizas que se cuela por cualquier rendija que rodea su espacio.  Ya no sabe si está o estará, quizás sí, quizás no, lo que sí está y estará siempre es esa herida bonita tallada en su corazón con la yerra ardiente encendida desde el fuego de su volcán.   

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