Estaba ardiendo, sintió su fuego
mientras el silencio consumía sus llamas.
Pero era fuego, había fuego y ni mil inviernos apagarían aquel calor que
de su sangre emanaba. Era un volcán y
ardía, un volcán feroz que sentía miedo mientras decía no tenerlo.
Pasión y ternura en un solo
gesto, en su mirada, en su cariño. Nunca
hubo nieve en sus huesos, aunque la tormenta amenazara. Su mirada altiva ocultaba su pecado, el que
nadie se atrevía a juzgar.
Siempre había primavera en su
sonrisa, primavera con fuego, con calor de verano en su otoño más radiante.
Le dijo que lo amaba y su fuego
se avivó. Ella lo sintió. Ya no sabía si estaba o no, pero sabía que
ardía y era como un sueño, de esos que se sienten y se confunden con la
verdad. Tal vez era tan cierto como lo
que ella sentía.
Brotaba lava de su fuego interno,
por eso supo que era un volcán, pero también brotaban semillas de sus ojos y
por eso supo que era primavera.
La miró desde su jardín en medio
de la nada y supo que era etéreo. No
sabía si era cielo, porque había alas en su espacio, no sabía si de ángeles o
de mariposas, pero volaban en aquel aire caliente lleno de misterio.
Extendió sus brazos esperando
sentir su ardor y lo sintió. Por eso
supo que estaba allí, que era volcán y cielo, otoño y primavera, ángel y
mariposa, lava ardiente que quema hasta marcar cicatrices que no se van jamás.
Se quedó con la cicatriz más
bonita que se pueda tallar en un corazón.
Su volcán de cenizas sigue empañando el cristal de sus amaneceres. Es humo y cenizas que se cuela por cualquier
rendija que rodea su espacio. Ya no sabe
si está o estará, quizás sí, quizás no, lo que sí está y estará siempre es esa
herida bonita tallada en su corazón con la yerra ardiente encendida desde el
fuego de su volcán.
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