Me acosté destruida con todo mi
peso multiplicado. Un cuerpo sin fuerzas
es aún más pesado. Me encontraba casi
fundida en mi cama. No sé si dormía, no
sé si soñaba. Cada parte de mi cuerpo quería
gritar su presencia, quería ser escuchado.
Recuerdo que había silencio porque comencé a escuchar mi respiración,
era lenta y profunda. Todo pesaba. Sentí la sangre atropellada por mis piernas,
como si hubiese mucho tráfico en su recorrido y le costara llegar a los lugares
más lejanos. Mis pies la esperaban,
mientras cada uno de sus huesos parecía desencajarse de su sitio. Creo que se
sublevaban y cada hueso se rebelaba a su antojo gritando su lamento. Más arriba, mis caderas, reposadas a la
derecha, en lugar de estrecharse entre la cama y su peso, parece que se hacían
cada vez más anchas. Sentí que crecían
mientras el dolor las expandía. Mi cintura estaba vacía y su rigor se
descomponía haciendo que desencajara de su espacio. Mi espalda quería escaparse de aquella escena,
pero de repente entró en llanto. La
sentí quejarse, la sentí llorar. Y con
ella mis hombros, que no encontraban acomodo.
Querían librarse del cuello y gritaban desesperados buscando un consuelo
entre las sábanas que los rechazaban. Entre sus gritos y peleas mi cuerpo se
hundía en un infinito enjambre de nudos adoloridos.
No sé si dormía, no sé si soñaba. Sólo sé que ésa era yo y si estaba despierta
quería dormir y si estaba durmiendo quería despertar. Poco me importaba ya si era o no un sueño. Sólo sé que quería arrancar el dolor, hacer
que se durmieran mis huesos, que se desenfadaran mis nervios, que se relajaran
mis músculos, que se atontara mi piel.
En medio de mi confundido delirio
comprendí que mi cuerpo gritaba desesperado esperando que lo escuchara. Es que mi mente siempre se atropella y quiere
correr más rápido, mientras mi cuerpo se queda atrás, dando zancadas para
alcanzarla. Entonces titubea, se
desbalancea y a veces cae. Mi mente no
se da cuenta, sólo quiere jugar y si es posible, volar y se desprende de mi
cuerpo dejándolo abandonado, cansado, adolorido. ¡Pobre cuerpo!, anda siempre cansado,
tratando de alcanzar la mente, tan inquieta y soñadora que no hace más que
inventarse escenarios a los que el cuerpo aún no ha sido invitado.
Qué mente tan obstinada me ha
tocado, y este cuerpo, que también es terco, se empeña en seguir sus pasos y
meterse en cualquier escena, aunque le cueste, aunque le duela, aunque no sepa
si le toca cantar o bailar. Y a estas
alturas cada vez más le da igual si al público le gusta o no su interpretación,
le da igual si se equivoca, si su voz desafina y no alcanza las notas que exige
la melodía, o si sus pasos se pierden del compás que marca el tiempo y van a su
propio ritmo. Lo único que quiere es
seguir a su mente y dejar volar su imaginación.
Total, parece que es la manera que ha encontrado para olvidar el
dolor. Porque el dolor sigue y las penas
también…
¿Y qué pasó con aquel dolor? Lo
de siempre: la mente lo olvidó y siguió su danza, intentando no contar los
años, ni los días, ni las horas, y el cuerpo apresurado tratando de montarse en
el mismo barco o en el mismo avión, a la misma velocidad, siempre alerta para
empezar a correr o a nadar o a volar, cuando la mente se vuelva a escapar.
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