Eran dos señoritas muy divertidas,
que estudiaban y querían ser muy listas.
Escribían y escribían, y llenaban las hojas de palabras, aunque no
estaban muy seguras de para qué les servían.
Se reían y conversaban. Querían
ser agradables, querían impresionarlos a todos.
Iban a clases todos los días, aunque de vez en cuando se les olvidaba
entrar al aula, más importante eran los comentarios con los grupos con los que
se encontraban al llegar. ¡Cómo se reían
estas dos señoritas risueñas! ¡Cuánta
gracia les hacían los chistes de los recesos! Sin darse cuenta se les olvidaba
que querían ser muy listas, de tanto afanarse en ser populares y divertidas.
La tecnología no era su mejor
amiga, aunque ellas presumían de los aparatos que guardaban en sus bolsos, con
sus estuches decorados con lentejuelas y figuritas llenas de flores y corazones.
Estudiaban mientras decoraban su
aspecto. Demasiado impecables para
soportar tantas horas de estudio. Más
bien, demasiado tiempo empleado en jugar con el tiempo, el de ellas y el de los
demás. ¿Los resultados?, se veían mejor
en el espejo o en una pasarela, que en su aprendizaje formal.
A estas dos señoritas se les
enfermó un día su ordenador. Tanto que
escribían en él los trabajos que entregaban a sus profesores y ahora, ¡qué
podrían hacer! Nunca supieron de qué se trataba aquella amenaza que se
insertaba en su pantalla. Resulta que
las letras que escribían comenzaban a caerse y se acumulaban en la base de la
pantalla. De tanto luchar con su teclado descubrieron que si escribían más
rápido, al pulsar las letras caídas, éstas volvían a su lugar. Sus manos se
convirtieron en las más rápidas en escribir, pero claro, ahora menos tiempo tenían
para pensar, sólo podían transcribir.
Empezó una lucha entre ellas y el desorden de la pantalla y cuando
creían que iban victoriosas, apareció lo que ellas llamaban “la pepita”. Mientras ellas escribían, una pepita se
deslizaba errante por la pantalla, chocaba con las letras, rebotaba entre ellas
y las tumbaba. Se les formaban cerros de
letras amontonadas en la base de su pantalla. El desorden era más rápido que
ellas, apenas les daba tiempo a transcribir una página a la velocidad que ahora
manejaban, antes de que la pepita empezara a hacer de las suyas. Su estrategia se centraba en ganarle a la
pepita, tenían que transcribir y a la vez pulsar las letras que eran tumbadas
por la pepita. Todo era muy rápido, pero
como descubrieron que podían imprimir sin que la pepita les saltara a través de
la impresora, decidieron terminar cada
página, imprimirla y borrarla. Total, la
pepita no se imprimía, se quedaba en la pantalla. Habían logrado escapar de ella.
Menuda faena la de estas astutas
y divertidas señoritas. Sin darse
cuenta, se convirtieron en transcriptoras de material sin analizar, sin
posibilidad de mejorar ni cambiar, porque ni siquiera les quedaba guardado lo
que transcribían. Pero se sentían
victoriosas, habían burlado a la pepita.
Nunca se dieron cuenta de que era más fácil fotocopiar las páginas que
transcribían, en lugar de luchar con una pepita que desde la pantalla se
burlaba de ellas.
Llegaron presumiendo a contar su
interesante anécdota. Hasta los más
desinteresados se asombraban con aquella historia. “¿Cómo que una pepita? ¡Eso es un virus, así
no se puede trabajar, eso es absurdo!”, comentaban los demás. Pero ellas en su afán de impresionar y llamar
la atención, se sentían estupendas contando sus logros.
Las Pepitas las comenzaron a
llamar, aunque ellas nunca se enteraron.
Así quedaron para el recuerdo de una época como todas, en las que
siempre hay un protagonista de una historia que aunque parezca ficticia tiene
mucho de verdad.
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