Todo estaba planeado para que fuese
así, sólo que los planes no los conocía nadie, quizás aquel que jugaba con los
hilos. Eran dos historias distintas pero
muy ciertas.
Ella escogió un mundo, salió de
su pequeña jaula rosada y voló. En sus
manos, muchos lápices con los que escribía sus sueños y dibujaba sus
deseos. En su bolso, una balanza en la
que equilibraba sus emociones y tomaba el peso a sus decisiones.
Él construyó una maqueta y la
llenó de imaginación. Muchos planes y
una estrategia para cada plan. Todo muy
pensado: el trabajo, los nuevos retos, el crecimiento, las perspectivas…
Todo iba bien para cada quien,
saliendo según sus planes. O al menos,
eso creían. La vida cambia… y tanto. A ella se le llenó el corazón de
heridas. Una cicatriz sobre otra
cambiaron su latir, ya no era igual. La
señora de la hoz rozó su espalda tantas veces que la dejó esquiva, a veces
fría, a veces oscura, aunque siempre valiente.
Decir tantas veces adiós terminó por cansarla y buscando una salida a su
soledad decidió marcharse. Bueno, una manera de decirlo, porque en realidad
eran otros los que se habían ido, dejando en el silencio de su partida un
recuerdo tan enterrado como la profundidad de sus sepulcros.
La vida para él comenzó a
convertirse en un laberinto sin salida.
Ya no había armonía. Se encerró
en su trabajo, mientras huía de la verdad.
Parecían almas en pena vagando por un hogar que ya no lo era. Más bien una cárcel para las emociones que
morían de tanto encierro. Buscando una
salida a la soledad disfrazada de algo que era nada, decidió marcharse. Quiso empezar de nuevo y se fue buscando
nuevos aires, intentando no pensar más. Y
en su búsqueda encontró una nueva ciudad.
Todo iba saliendo según los
planes de algún ente desconocido. Nadie
entendía nada, no había respuestas a tantas preguntas. Se cansaron de preguntar
y decidieron simplemente avanzar y vivir.
Tenía que ser así. En algún lugar
seguramente estaba escrito… o quizás no.
Le tocaba escribir a cada uno su historia.
Ahora todo era diferente. El tiempo había pasado y junto a la distancia
lograron que la calma volviera a su lugar.
Eso les ayudaba a vivir de nuevo.
Y como si el señor de las marionetas se hubiera antojado de tomar
aquellas dos para empezar a jugar de nuevo, sucedió que este par de marionetas
movidas por los hilos de quien rige el destino, se conoció en la nueva ciudad.
Allí estaba ella, con sus
recuerdos atizando la hoguera que pesaba en su espalda, tratando de permanecer
erguida a pesar del dolor, de la pena y de las lágrimas secadas de tanto elevar
la cara al viento. Con todos sus
recuerdos encadenados en su cuello, haciendo nudos a su garganta cansada de
tanto gritar adiós, de tanto extrañar, de tanto sollozar: te quiero.
Allí estaba él, romántico y
apasionado como siempre, sacándole a la vida el pulso que lo mantenía firme y
decidido. Sin querer mirar atrás,
esquivando las flechas envenenadas del destino y sembrando flores en su camino,
para hacerlo sublime, para agradecer con sus flores la oportunidad de un nuevo
camino.
Él y ella encontraron en sus ojos
la luz que faltaba a su oscuridad, el brillo que faltaba a su vivir. Comprendieron que los encuentros no son
casualidad, que se puede amar una vez más, que se puede ser eterno a pesar de
la vida, que se puede ser verdad a pesar la muerte.
Sin buscarse y sin querer, sus
hilos se enredaron y de tanto amarse los desataron para escaparse de quien
jugaba con ellos en el escenario de las marionetas, para aprenderse, para
desearse, para eternizarse en ese beso que por fin le robó y selló sus corazones,
para convertirse en un par de amantes fugados de las cuerdas del destino.
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