sábado, 4 de julio de 2015

Egoísmo

Llevaba ya muchos años peleado con la vida.  Quizás más de los que pudieran parecer.  Saltaba de un conflicto a otro sin darse cuenta de que cada uno había sido una oportunidad resuelta.  Y no aprendía. Veía al mundo en su contra, sin sentir el viento que soplaba a su favor.

Tenía muchas virtudes. Sabía amar, pero también sabía herir.  Sabía luchar, sin entregarse a la derrota, pero en su mente se sentía derrotado.  Sabía correr, era tan fuerte, que parecía imposible imaginarlo vencido ante la vida. Se exigía tanto a sí mismo, que cada día era un reto a sus propios miedos.  Sabía hacer amigos, pero no le interesaban demasiado, prefería pensar en su después, pasando por encima de su ahora.  Sus virtudes saltaban a la vista, con su presencia imponente, sus manos fuertes, sus hombros perfectamente definidos, como dispuestos a soportar muchos pesos y saberlos equilibrar.


Su fuerza era la virtud mejor valorada por sus instintos.  Sabía imponerse, pero tantas veces pasó por encima de miradas sutiles, de súplicas escondidas, que su imposición empezaba a resultar irrelevante.  Sus instintos seguían pronunciándose por encima de su sensatez, de su dulzura, porque la tenía, pero no la sabía utilizar, no se había interesado en ella, pensaba que daba lo mismo ser agrio o ser dulce, con tal de conseguir sus objetivos; y quizás le resultaba menos complicado pasar por encima de la suavidad, rindiéndose en cambio a los placeres más agrios, que le restaban debilidad a su presencia imponente, o al menos, eso creía él.

Parecía que con el tiempo, convertirse en el centro de su propia existencia, era el norte de su existir.  No lo planificó, pero se fue olvidando del cariño que se ofrecía a su paso, no le interesó, quizás pensando que ya se lo había ganado y que era parte del decorado en el que su vida debía actuar.  Lo más importante, su propio ego, sus intereses, sus metas, su satisfacción.

Un universo pequeño, que a sí mismo resultaba inmenso e inalcanzable, pero que en realidad no era más que un diminuto marco rodeando las asperezas de sus pensamientos viciados en un círculo mareado e insípido, con aroma aburrida y atragantada de tanto envolverse en sus propios caminos.

Su mirada se fue cegando, sus colores se fueron a dormir, ya no sabían cómo jugar.  Sus estrellas se cansaron de alumbrar las diminutas luciérnagas que se encendían a sus pies, y se apagaron.  Su mente se centró en sus manos estiradas, más allá de lo que rozaba su cuerpo, esa parte no interesaba. Las notas dejaron de bailar en el pentagrama de su telón de fondo, para qué, si no las vio danzar, si no las escuchaba.  Equivocó sus deseos, los colocó en pilares demasiado altos, donde al cariño le costaba llegar.  Y se quedó solo, ahogado en las promesas entregadas a su ego, mirando el camino que le podía conducir a sí mismo, a sus explosivos deseos que sólo él era capaz de aplaudir.


Absurdo egoísmo, envuelto en sus espejos, que no entiende de cariño compartido, de doblegar deseos a la felicidad de un amor que se aleja y ya no está.  Se envuelve en su propia savia, se alimenta hasta saciarse y se divierte en su abstracción, mientras la vida pasa y el afecto se confunde con el polvo de los rincones, aburrido y cansado de gritar sin que pueda salir del vacío que lo invita a dormir para quedarse plasmado en el olvido.

1 comentario:

  1. Su amor propio en defecto, era su irritación de una falsa vanidad, dar amor es sacrificio, no egoísmo; solo buscaba su propia complacencia y lo ansiaba loca e irracionalmente, no era feliz, no aprendió a cerrar los ojos sin cegarse. Como siempre, bonita reflexión.

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