Llevaba ya muchos años peleado
con la vida. Quizás más de los que
pudieran parecer. Saltaba de un
conflicto a otro sin darse cuenta de que cada uno había sido una oportunidad
resuelta. Y no aprendía. Veía al mundo
en su contra, sin sentir el viento que soplaba a su favor.
Tenía muchas virtudes. Sabía
amar, pero también sabía herir. Sabía
luchar, sin entregarse a la derrota, pero en su mente se sentía derrotado. Sabía correr, era tan fuerte, que parecía
imposible imaginarlo vencido ante la vida. Se exigía tanto a sí mismo, que cada
día era un reto a sus propios miedos.
Sabía hacer amigos, pero no le interesaban demasiado, prefería pensar en
su después, pasando por encima de su ahora.
Sus virtudes saltaban a la vista, con su presencia imponente, sus manos
fuertes, sus hombros perfectamente definidos, como dispuestos a soportar muchos
pesos y saberlos equilibrar.
Su fuerza era la virtud mejor
valorada por sus instintos. Sabía
imponerse, pero tantas veces pasó por encima de miradas sutiles, de súplicas
escondidas, que su imposición empezaba a resultar irrelevante. Sus instintos seguían pronunciándose por
encima de su sensatez, de su dulzura, porque la tenía, pero no la sabía
utilizar, no se había interesado en ella, pensaba que daba lo mismo ser agrio o
ser dulce, con tal de conseguir sus objetivos; y quizás le resultaba menos
complicado pasar por encima de la suavidad, rindiéndose en cambio a los
placeres más agrios, que le restaban debilidad a su presencia imponente, o al
menos, eso creía él.
Parecía que con el tiempo,
convertirse en el centro de su propia existencia, era el norte de su
existir. No lo planificó, pero se fue
olvidando del cariño que se ofrecía a su paso, no le interesó, quizás pensando
que ya se lo había ganado y que era parte del decorado en el que su vida debía
actuar. Lo más importante, su propio
ego, sus intereses, sus metas, su satisfacción.
Un universo pequeño, que a sí
mismo resultaba inmenso e inalcanzable, pero que en realidad no era más que un
diminuto marco rodeando las asperezas de sus pensamientos viciados en un
círculo mareado e insípido, con aroma aburrida y atragantada de tanto
envolverse en sus propios caminos.
Su mirada se fue cegando, sus
colores se fueron a dormir, ya no sabían cómo jugar. Sus estrellas se cansaron de alumbrar las
diminutas luciérnagas que se encendían a sus pies, y se apagaron. Su mente se centró en sus manos estiradas,
más allá de lo que rozaba su cuerpo, esa parte no interesaba. Las notas dejaron
de bailar en el pentagrama de su telón de fondo, para qué, si no las vio danzar,
si no las escuchaba. Equivocó sus
deseos, los colocó en pilares demasiado altos, donde al cariño le costaba
llegar. Y se quedó solo, ahogado en las
promesas entregadas a su ego, mirando el camino que le podía conducir a sí
mismo, a sus explosivos deseos que sólo él era capaz de aplaudir.
Absurdo egoísmo, envuelto en sus
espejos, que no entiende de cariño compartido, de doblegar deseos a la
felicidad de un amor que se aleja y ya no está.
Se envuelve en su propia savia, se alimenta hasta saciarse y se divierte
en su abstracción, mientras la vida pasa y el afecto se confunde con el polvo
de los rincones, aburrido y cansado de gritar sin que pueda salir del vacío que
lo invita a dormir para quedarse plasmado en el olvido.
Su amor propio en defecto, era su irritación de una falsa vanidad, dar amor es sacrificio, no egoísmo; solo buscaba su propia complacencia y lo ansiaba loca e irracionalmente, no era feliz, no aprendió a cerrar los ojos sin cegarse. Como siempre, bonita reflexión.
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