viernes, 8 de enero de 2016

Fruta roja… ilusión enmascarada

Se vistió de fruta roja, dulce, apetecible, tentadora.  Se puso su máscara de alegría y salió a engañar al mundo.  Parecía manzana, parecía cereza, a veces, ciruela del campo.  Tentó a todos con su natural fluidez.  Fruta exótica, divina.  Labia hipnotizante, a veces cruel, a veces miel.

Inventó mil estrategias, sobornó hasta a su espejo.  Cambió las luces, limpió su imagen, sacudió el polvo de sus zapatos, lavó sus manos y lustró su turbia y serena sonrisa, la que mejor encajaba con la máscara de la hipocresía.

Diseñó un mundo, para unos retorcido, para otros fascinante.  Compró ilusiones a cambio de sonrientes promesas de un después, de un “yo soy”, de un “yo hago”, de un “yo puedo”, de un ego repugnante e incómodo. 


Erigió un palacio sobre fango pastoso y podrido y se rió a carcajadas de sus proezas.  Prestó su brazo a un cojo moribundo y lo llevó acurrucado al borde de un peñasco.  Allí se sentó a disfrutar del sabor de sus entrañas, de la propia pulpa de su fruta.

Dejó que otros vaciaran su morral de ilusiones y las cocinó a fuego lento haciéndolas arder de despotismo y rabia, mientras maquillaba su máscara y leía poesías a los condimentos de su guiso ardiente.  Pero se veía como la más apetitosa de las frutas.  Su color brillante y encantador haría probar a cualquier doncella engañada por una malvada bruja.

Así se mostraba ante todos, así lucía en su más íntimo momento.  Pero lo que no se veía, esa pulpa ácida y retorcida, hacía que hasta su semilla se fuera consumiendo saturada de su propio egoísmo.  Su sabor ya no era el mismo, ni los pájaros se acercaban ya a intentar saborear la miel de sus entrañas.  Sus picos aborrecían el destello de aquellas luces, de aquel color.  Entonces ya no fue igual.

La verdad comenzó a emanar de su propio ego.  Sus raíces se endurecieron en su interior.  Ya no brotó néctar de su pulpa.  Es que nunca fue néctar, era miel robada a los pistilos de los jardines que le adornaban.

Su palabra fue su condena.  Mientras más hablaba más se hundía en su verbo irreverente.  La fruta de piel tentadora, lisa, brillante y roja como los labios más decorados empezó a mostrar su realidad, que se dejaba ver tras las mustias capas de cáscaras desenvainadas.  Allí estaba la verdad, que resultó ser una gran mentira.  Falsedad con piel de cordero, tentación en una manzana disfrazada, persuasión en una cereza endulzada, sobriedad en una ciruela inyectada de veneno y celos, de furia y resentimiento.


La podredumbre de su interior no se pudo seguir ocultando.  La cáscara se fue arrugando y cambiando de color.  Ya no era color de vida, ahora era color de miseria.  Todo salió a la luz, todo se supo, se acabaron los engaños y los sobornos.  La fruta tentadora se consumió en su pena.  Ya no más gloria teñida con sarcasmo, ya no más euforia ensalzada en la mentira.  Fue muriendo lentamente mientras se fue convirtiendo en fruto seco, en pasa deshidratada y consumida, sin fuerzas para seguir quemando con sus llamas y sin alma para seguir fustigando ilusiones ingenuas y cansadas.

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