Se vistió de fruta roja, dulce,
apetecible, tentadora. Se puso su
máscara de alegría y salió a engañar al mundo.
Parecía manzana, parecía cereza, a veces, ciruela del campo. Tentó a todos con su natural fluidez. Fruta exótica, divina. Labia hipnotizante, a veces cruel, a veces
miel.
Inventó mil estrategias, sobornó
hasta a su espejo. Cambió las luces,
limpió su imagen, sacudió el polvo de sus zapatos, lavó sus manos y lustró su turbia
y serena sonrisa, la que mejor encajaba con la máscara de la hipocresía.
Diseñó un mundo, para unos
retorcido, para otros fascinante. Compró
ilusiones a cambio de sonrientes promesas de un después, de un “yo soy”, de un
“yo hago”, de un “yo puedo”, de un ego repugnante e incómodo.
Erigió un palacio sobre fango
pastoso y podrido y se rió a carcajadas de sus proezas. Prestó su brazo a un cojo moribundo y lo
llevó acurrucado al borde de un peñasco.
Allí se sentó a disfrutar del sabor de sus entrañas, de la propia pulpa
de su fruta.
Dejó que otros vaciaran su morral
de ilusiones y las cocinó a fuego lento haciéndolas arder de despotismo y
rabia, mientras maquillaba su máscara y leía poesías a los condimentos de su
guiso ardiente. Pero se veía como la más
apetitosa de las frutas. Su color
brillante y encantador haría probar a cualquier doncella engañada por una
malvada bruja.
Así se mostraba ante todos, así
lucía en su más íntimo momento. Pero lo
que no se veía, esa pulpa ácida y retorcida, hacía que hasta su semilla se fuera
consumiendo saturada de su propio egoísmo.
Su sabor ya no era el mismo, ni los pájaros se acercaban ya a intentar
saborear la miel de sus entrañas. Sus
picos aborrecían el destello de aquellas luces, de aquel color. Entonces ya no fue igual.
La verdad comenzó a emanar de su
propio ego. Sus raíces se endurecieron
en su interior. Ya no brotó néctar de su
pulpa. Es que nunca fue néctar, era miel
robada a los pistilos de los jardines que le adornaban.
Su palabra fue su condena. Mientras más hablaba más se hundía en su
verbo irreverente. La fruta de piel
tentadora, lisa, brillante y roja como los labios más decorados empezó a
mostrar su realidad, que se dejaba ver tras las mustias capas de cáscaras
desenvainadas. Allí estaba la verdad,
que resultó ser una gran mentira.
Falsedad con piel de cordero, tentación en una manzana disfrazada,
persuasión en una cereza endulzada, sobriedad en una ciruela inyectada de
veneno y celos, de furia y resentimiento.
La podredumbre de su interior no
se pudo seguir ocultando. La cáscara se
fue arrugando y cambiando de color. Ya
no era color de vida, ahora era color de miseria. Todo salió a la luz, todo se supo, se
acabaron los engaños y los sobornos. La
fruta tentadora se consumió en su pena.
Ya no más gloria teñida con sarcasmo, ya no más euforia ensalzada en la
mentira. Fue muriendo lentamente
mientras se fue convirtiendo en fruto seco, en pasa deshidratada y consumida,
sin fuerzas para seguir quemando con sus llamas y sin alma para seguir fustigando
ilusiones ingenuas y cansadas.
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