No hace mucho conocí al más
despistado de todos los tiempos. Siempre
iba a la moda, pero de unos diez años atrás. Como no era su deber leer, nada leía. Como no era su deber escuchar, poco
escuchaba. Vivía en un pequeño mundo
dominado por él, gobernado por él, aplaudido por él y equivocado por él. Solo le importaban sus propias historias, que
al final resultaban aburridas porque se hacían obsoletas. Y es que eran
historias de su vida de adolescente, de joven, saliendo de fiesta, conquistando
a las más lindas, peleando con los más fuertes, haciendo proezas con sus
hermanos. Y sus canas y su piel eran
lectura inequívoca de que el tiempo dejaba huellas en su vida, aunque él de eso no se daba cuenta.
En el vecindario, con sarcasmo,
lo llamaban “el enterado”, porque de nada se enteraba, o lo hacía a destiempo,
cuando ya la noticia había pasado. Eso
le resultaba conveniente algunas veces, quizás menos que otras, pues ya se
había convertido en el hazme reír del pueblo.
Siempre llegaba tarde, porque ni de la hora se enteraba. De los cambios de estación apenas sabía algo,
cuando sentía ya mucho frío, cuando el calor lo agobiaba, o el viento se lo
llevaba. De las flores, ni pendiente,
después de unos meses era cuando advertía que ya no estaban. Se sabía muchas canciones, todas de
intérpretes ya fallecidos o retirados del arte musical. Se reía de los chistes que le contaban meses
atrás, porque de los más frescos ni se enteraba, seguramente no los entendía.
De los precios nada sabía,
hablaba de la moneda de antes, aquella que ya no existía. Había perdido las proporciones de lo real y
lo ficticio, porque de tecnología nada entendía, mucho menos que su teléfono ya
no usara aquel espiral extensible que antes lo unía a una base inerte y
pesada.
El enterado pasaba por la vida,
pero la vida no pasaba por él. Se fue
haciendo mayor y ni de eso se dio cuenta, pues él seguía bailando las canciones
de antes. Su trabajo de vendedor en una
tienda de antigüedades favorecía su mundo circundante. Se conocía todas las bondades de los aparatos
más obsoletos y apreciaba la decoración añeja, que recomendaba a los buscadores
de tesoros depreciados.
Soltero se quedó, porque en su
anticuado mundo siempre resultaba el más solicitado entre las viudas abuelas
para quienes era un manjar muy apreciado.
Él quería una solterita, jovencita y bien bonita, pero es que las niñas
mozas los preferían menos anticuados, un poco más enterados.
Los días se le pasaron y él ni
cuenta se dio. Se sintió el eterno jovenzuelo, que pasó y no dejó huellas, sus
huellas se estancaron en su juventud.
Allí quedó atrapado, soñando en su pasado con un tiempo que ya no
estaba.
Al enterado lo fueron a buscar un
día y se lo llevaron a otro mundo. Su
fin había llegado, pero él tampoco se había enterado. En su faz quedó dibujada la sonrisa que
siempre regalaba a las mozuelas que más le gustaban. Seguramente se sintió el galán de aquel
momento, cuando lo sacaron de su concentración en alguna canción anticuada y se
lo llevaron de la mano a conocer un nuevo espacio más allá de lo
acostumbrado. Tal vez confundió aquella
invitación con un despiste más de los suyos y feliz se fue abrazado de la mano
anfitriona de algún ángel encantado, que lo sacó de este mundo mientras él
permanecía como siempre, despistado, rodeado de sí mismo, desenterado.
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