Érase una vez un señor Taladro
que ya se había jubilado. Estaba junto a
las oficinas principales de La Salina. Me
estoy refiriendo a la enorme cabria o torre de un viejo pozo petrolero que por
muchos años se convirtió, durante la época decembrina, en un símbolo de la
navidad y del encuentro del pueblo, junto al alma que dominaba y sigue
dominando aquellos espacios: la empresa petrolera. Eso era en Cabimas, en el estado Zulia, en
Venezuela. Allí nací y de allí vienen
estos recuerdos.
Aunque me ausenté unos años de mi
niñez, cuando volví, una de las figuras más llamativas que se grabaron en mi
memoria, fue la de aquella torre de un taladro de perforación en desuso,
comúnmente conocida como: el Taladro, que la empresa petrolera decoraba con un
juego de luces, cada año más lucido que el anterior. Parecía un enorme árbol de navidad. Se convertía en un gran deleite pasar por el
lugar, al lado del gigantesco patio de tanques de petróleo, y extasiarse un rato
con el hermoso decorado y juego de luces de aquella vistosa estructura.
Y aquel señor Taladro se
convirtió por muchos años en un punto de encuentro muy especial, cuando la
empresa ofrecía como regalo o tributo a la ciudad en la que operaba, un hermoso
concierto de gaitas de la mano del popular grupo musical Barrio Obrero. Sus gaitas eran contagiosos cánticos al
pueblo y sus costumbres, a la protesta, a la navidad y a la devoción religiosa,
a ritmo de cuatro, maracas, charrasca, furro y tambora. A los pies de aquella
gigantesca estructura se organizaba el evento más esperado de esa ciudad
petrolera, como inicio de las fiestas navideñas.
Se despejaba el estacionamiento
de las oficinas principales de la empresa y familias enteras asistían al
evento, los amigos del colegio, los del liceo, los de la universidad, los del
trabajo, todos se daban cita en el lugar y en un ambiente de alegría y de
gaitas se daba por iniciada la navidad en Cabimas.
Todo eso terminó. La fiesta se acabó, los tiempos
cambiaron. Ya no hubo gaitas a los pies
de ese enorme árbol de acero. Se apagó
la ilusión, así como un día se apagó el hermoso Puente iluminado. El encuentro se convirtió en desencuentro, en
añoranza.
Aún quedan luces. Hay muchas cabrias y también balancines, que
en su aburrido vaivén, cual caballitos de juguete con baterías inagotables,
siguen pacientes a la espera de una fiesta decembrina, que los decore y los
haga brillar, y reúna a su alrededor a la gaita y a la gente. Quizás ya no será igual. Las luces de unos tiempos no son como las de
otros. Lo importante es que haya luces,
que vuelva la alegría, que las familias se reúnan de nuevo para aplaudir,
cantar y bailar a ritmo de gaita, como siempre, en navidad.
El viejo Taladro no sé si aún
estará, hace tanto tiempo que no paso por allí… En mi memoria se quedó en mi
camino al colegio todos los días, en ese cotidiano transitar en una ciudad
metida en la empresa o quizás una empresa metida en la ciudad. Al final eran lo mismo: una gran casa, y en
su salón principal el más hermoso árbol de metal.
Los aires son distintos, los
sonidos son diferentes, la gente ya no está, las canciones han cambiado. Los ríos han desviado su cauce, pero al final
las aguas tendrán que correr por donde el corazón las quiera llevar. Y aunque ya no estén las mismas estructuras,
ni en el escenario toquen los mismos músicos, quizás algún un día se vuelva a
escuchar decir con alegría: “¡Nos vemos en el Taladro!”
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