No fue su elección y por eso
sufrió. Construyó sus propios muros y se
encerró en su soledad. Una idea fija
martirizó su conciencia. No soportó que
le llevaran la contraria, que los rumbos se decidieran como bien manda la vida. No pudo entender que los pájaros vuelan y mucho
menos entender que no vuelan solos.
Se llenó de rencor porque no fue
lo que esperaba. La elección fue
distinta a la que dictaba su ideal. Y
prefirió aislarse de la vida en un mundo donde el polvo cubriendo los muebles
fue su principal compañero cuando él ya no estaba. Pensó que nadie la quería porque no tomaron
la decisión que ella esperaba y se amargó como un pomelo.
Qué agria se volvió su vida, pero
así lo decidió ella. Tan fácil que era
abrir su corazón y aceptar. Para qué
vivir así, rodeada de muebles, de adornos inútiles y de polvo con el que pelear
cada día, dentro de una muralla aburrida y descolorida.
Su carácter se volvió
impenetrable. Sola, ella con ella, como
si no fuera suya la vida que tenía.
Guardó para siempre la sonrisa en el escaparate del olvido y se sentó a
tejer dramas en su cabeza, con las mismas telas de araña que colgaban de sus
lámparas y sus cortinas.
Doña Pomelo la llamaban sus
vecinos, porque ni su nombre quería que se supiera. Estaba ya anciana y olvidadiza. Pero no olvidaba sus rencores, aunque de vez
en cuando trataba de recordar el porqué de su rencor y no lo adivinaba, pero
sabía que guardaba rencor… y tanto…
Sólo conversaba de vez en cuando
con su médico y de paso le contaba mentiras, no quería que se comentara por el
pueblo si tenía una u otra enfermedad, por eso intentaba engañarlo con
dolencias inventadas, mientras padecía de otras que callaba.
¡Ay, qué atravesada era esta
doñita! Contrató a un abogado para que la asesorara con sus bienes, porque lo
que le faltaba en cariño, lo tenía en bienes.
Sólo un hijo tuvo y ni a él lo quería ver. Pensaba que la buscaba por su dinero y se
escondía en su coraza, contando los inservibles bienes que registraban los
documentos. Bueno, tampoco tan
inservibles, pues con su alquiler sacaba una buena tajada y la mayor parte de
ella la guardaba y la contaba. Esa parte
sí fue inservible, la que contaba y guardaba, sólo le servían para regodearse
en sus sueños con acumulaciones ociosas, porque ni las disfrutaba; o sí, a su
manera.
Tenía montones de llaves para
cerrar todas las puertas de su casa.
Parecía que con las mismas cerraba las de su corazón. No aceptaba la ayuda de los vecinos cuando se
acercaban a ofrecerla, al ver su pesadez llevando las bolsas con las compras. Es que no le gustaba agradecer, por eso
prefería no tener motivos.
Su hijo la miraba de lejos
ansioso de un poco de su cariño. Pero
ella no se daba cuenta, pensaba que todos la vigilaban esperando su muerte para
quedarse con sus bienes. Y el ansiado cariño lo percibía como interés y
egoísmo. No se daba cuenta que la
egoísta era ella, egoísta con la vida, con los sueños, con la esperanza, con el
amor.
¡Pobre doña Pomelo! Se le fue la
vida huyendo de lo que no existía, inventándose historias para resguardarse de
sí misma, desaprovechando los momentos que a su paso se tendían a la espera de
un disfrute, de una sonrisa.
Se quedó sola consigo misma. Ella con ella. Acompañada por el polvo de sus
muebles, el sonido de sus llaves, la cuenta de sus bienes. Sola en aquella mecedora vieja, en aquella
casa solitaria, sin música, sin niños correteando, sin salida. Tejiendo mantas de miseria y bordando encajes
opacos para las arañas que habitaban en sus lámparas.
Y así murió, ella con ella. Amargada por aquella decisión que ella no
tomó, por aquel pájaro que alzó su vuelo y emprendió su vida sin
consultarle. Amarga como un pomelo, así
fue su vida, así terminó su historia, entre muebles y polvo, en aquella
mecedora de sueños inútiles, de esperanzas rotas, de amor no vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por participar con tu comentario en esta página