viernes, 10 de marzo de 2017

La pregunta que faltaba


Había pasado ya mucho tiempo.  Ella había imaginado tantas veces lo que no llegaba, lo que no ocurría, lo que no existía.  Miles de preguntas se enredaban en su cabeza de vez en cuando, mientras esperaba que se hicieran realidad las respuestas. Ese amor con el que soñaba desde niña no tocaba su puerta.  Lo había escuchado en la letra de las canciones, lo había visto en las películas románticas, en las historias ficticias y en las reales.  Todo lo que escuchaba y veía le hacía una inmensa ilusión.  Entonces comenzaba a imaginar momentos y preguntas, conversaciones, cosquillas, imaginaba besos, olores, caricias, caminatas, bailes, tardes en el supermercado, discusiones sobre el aderezo de la ensalada o sobre el color de la pared. 

De niña se imaginaba en parques, correteando tomados de la mano.  Le preguntaba por el chocolate, el juego de pelota, el refresco favorito, los caramelos de colores, la fiesta de cumpleaños. “¿Juegas conmigo?” Una pregunta perfecta para empezar a conocerse. Pero fue creciendo y las preguntas cambiaron.  Su imaginación no dejaba espacio al aburrimiento y, aunque no encontraba más que decepciones, seguía imaginando en medio de su romanticismo que no la abandonaba.
Su cuerpo fue cambiando y su manera de pensar también… bueno, no en todo, seguía enfrascada en su juego inútil de vivencias imaginarias llenas de preguntas y respuestas.  La adolescencia la sorprendió en su juego de casas de muñecas, del que no deseaba salir, pero que tuvo que dejar atrás antes de que el tiempo la atropellara y la dejara aplastada en la vía a expensas de cualquier paleta que se atreviera a despegarla del suelo pegajoso y juguetón.  Se levantó de aquel sacudón y volvió a sus andares.  El mismo juego, nuevos personajes, imaginación a la carta. Y de nuevo las preguntas en sus conversaciones románticas imaginarias. Tomados de la mano en el cine, un beso robado detrás del árbol mejor colocado del mundo, una flor un día cualquiera.  Intercambios de “te quiero” y de “cuánto me quieres”, un “quiero verte”.  Pero todo se quedaba en historias ficticias casi a punto de hacerse realidad, al menos eso creía ella. Sus preguntas: “¿Cómo serán sus besos?, ¿A qué sabrá su piel?, ¿Qué será estremecerse en sus brazos?”
La juventud avanzaba a ritmo de discoteca, de vapores encendidos, de besos apasionados, de miradas penetrantes y abrazos, de amigos más que amigos, de juegos más que juegos. “¿Cómo te llamas?, ¿qué te gusta hacer?, ¿Cómo lo prefieres?, dame otro beso, quiero más de eso…”
De nuevo equivocada, dando traspiés sobre corazones rotos, pero sin dejar de imaginar.  Deseos, piel y mente convertidos en una amalgama estremecida de sensaciones. Atardeceres escondidos, anocheceres efervescentes, amaneceres rotos.  Y su imaginación no cesaba en su deseo de encontrar ese amor infinito e ideal.  Aunque lo de ideal haya pasado ya por demasiadas ideas y demasiadas preguntas.
La madurez comenzó a golpearla como un martillo.  Una segueta era su fiel compañera, especializada en romper corazones y profundizar heridas.  Y su corazón, latiendo como el de una niña, esperando siempre encontrar esa vida que se metiera en la suya y le rompiera hasta los huesos.  
Una autopista más que recorrida por sus venas. Demasiado mundo a pie, un mar de tropezones ya aburridos de tanto molestar.  Demasiado madura quizás, pero insistente en su afán imaginario: “¿Me quieres tanto como yo a ti?, ¿Sientes el mismo placer que yo siento? ¿Te atreves a ser parte de mi vida?, ¿Te quedas esta noche conmigo y despiertas a mi lado para siempre?, regálame tus besos y yo te regalo mi vida”. Ella aún daría cualquier cosa por una experiencia real, exquisitamente real.  Era todo tan normal, tan de todos los días…
Pero una vez pasó y todo cambió.  ¿Cabría decir que era muy adulta ya? ¿Serían suficientes sus canas, su vientre caído o sus arrugas para saber que el tiempo sí había pasado? La vida la tomó por sorpresa cuando un flechazo puntiagudo y rompedor la cruzó de pies a cabeza y la partió en dos, como alguna vez imaginó la colegiala que hacía tiempo había dejado de existir.  Vergüenza sintió de sí misma al saber que podía ser verdad lo que tanto imaginó.  Las sensaciones, el deseo, la piel de gallina, las cosquillas estremecedoras, el bloqueo mental, la tontería en su máxima expresión.  Todo ello se apoderó de su existencia y de su inteligencia. Todo el torbellino que la perseguía desde niña y que evolucionó con ella, apareció haciendo gala de su existencia. Pero el silencio la acompañó, los ojos hablaban solos, había otra reflexión en su mirada, la curiosidad era otra, sus preguntas quedaron obsoletas, ya no eran necesarias.  El brillo de plata en su cabello le daba dulzura y sabiduría.  Seguía siendo bella, seguía siendo apasionada, soñadora, encendida, pero ya no era igual. 
Entonces las preguntas cambiaron, ya no sabía qué preguntar, ya ni quería, todo estaba dicho, todo estaba hecho, todo estaba sentido, vivido, sabido.  Así que, con las respuestas en su cabeza, en su piel, en sus sentidos, con las preguntas ya cerradas, acabadas, con el corazón apaciguado a pesar de estar sus sentidos en plena ebullición, pensaba en algo más práctico, menos sublime, más real, más innecesario, menos importante, pero digno de una mente demasiado inquieta y juguetona.  “Si lo siento tan maravilloso, si su compañía me apacigua, si conectamos con apenas mirarnos, si me gusta su piel, su olor, sus besos, sus manos, su silencio y su ruido, su mirada de otoño, ¿para qué quiero saber más?...Prefiero conformarme con  saber detalles como… ¿Su dentadura estará completa, o será de los que la deja en reposo mientras duerme?”

Para qué preguntar lo que ya se sabe.  Mejor curiosear sobre asuntos más divertidos y menos profundos.  Para qué complicarse con lo que ya es complicado.  Más fácil es tontear y jugar a ser felices con lo que hay, con lo que es y con lo que está (con o sin dientes).

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