Había pasado ya mucho
tiempo. Ella había imaginado tantas
veces lo que no llegaba, lo que no ocurría, lo que no existía. Miles de preguntas se enredaban en su cabeza
de vez en cuando, mientras esperaba que se hicieran realidad las respuestas.
Ese amor con el que soñaba desde niña no tocaba su puerta. Lo había escuchado en la letra de las
canciones, lo había visto en las películas románticas, en las historias
ficticias y en las reales. Todo lo que
escuchaba y veía le hacía una inmensa ilusión.
Entonces comenzaba a imaginar momentos y preguntas, conversaciones,
cosquillas, imaginaba besos, olores, caricias, caminatas, bailes, tardes en el
supermercado, discusiones sobre el aderezo de la ensalada o sobre el color de
la pared.
De niña se imaginaba en parques,
correteando tomados de la mano. Le
preguntaba por el chocolate, el juego de pelota, el refresco favorito, los
caramelos de colores, la fiesta de cumpleaños. “¿Juegas conmigo?” Una pregunta
perfecta para empezar a conocerse. Pero fue creciendo y las preguntas
cambiaron. Su imaginación no dejaba
espacio al aburrimiento y, aunque no encontraba más que decepciones, seguía
imaginando en medio de su romanticismo que no la abandonaba.
Su cuerpo fue cambiando y su
manera de pensar también… bueno, no en todo, seguía enfrascada en su juego
inútil de vivencias imaginarias llenas de preguntas y respuestas. La adolescencia la sorprendió en su juego de
casas de muñecas, del que no deseaba salir, pero que tuvo que dejar atrás antes
de que el tiempo la atropellara y la dejara aplastada en la vía a expensas de
cualquier paleta que se atreviera a despegarla del suelo pegajoso y juguetón. Se levantó de aquel sacudón y volvió a sus
andares. El mismo juego, nuevos
personajes, imaginación a la carta. Y de nuevo las preguntas en sus
conversaciones románticas imaginarias. Tomados de la mano en el cine, un beso
robado detrás del árbol mejor colocado del mundo, una flor un día
cualquiera. Intercambios de “te quiero”
y de “cuánto me quieres”, un “quiero verte”.
Pero todo se quedaba en historias ficticias casi a punto de hacerse
realidad, al menos eso creía ella. Sus preguntas: “¿Cómo serán sus besos?, ¿A
qué sabrá su piel?, ¿Qué será estremecerse en sus brazos?”
La juventud avanzaba a ritmo de
discoteca, de vapores encendidos, de besos apasionados, de miradas penetrantes
y abrazos, de amigos más que amigos, de juegos más que juegos. “¿Cómo te
llamas?, ¿qué te gusta hacer?, ¿Cómo lo prefieres?, dame otro beso, quiero más
de eso…”
De nuevo equivocada, dando
traspiés sobre corazones rotos, pero sin dejar de imaginar. Deseos, piel y mente convertidos en una
amalgama estremecida de sensaciones. Atardeceres escondidos, anocheceres
efervescentes, amaneceres rotos. Y su
imaginación no cesaba en su deseo de encontrar ese amor infinito e ideal. Aunque lo de ideal haya pasado ya por
demasiadas ideas y demasiadas preguntas.
La madurez comenzó a golpearla
como un martillo. Una segueta era su
fiel compañera, especializada en romper corazones y profundizar heridas. Y su corazón, latiendo como el de una niña,
esperando siempre encontrar esa vida que se metiera en la suya y le rompiera
hasta los huesos.
Una autopista más que recorrida
por sus venas. Demasiado mundo a pie, un mar de tropezones ya aburridos de
tanto molestar. Demasiado madura quizás,
pero insistente en su afán imaginario: “¿Me quieres tanto como yo a ti?,
¿Sientes el mismo placer que yo siento? ¿Te atreves a ser parte de mi vida?,
¿Te quedas esta noche conmigo y despiertas a mi lado para siempre?, regálame
tus besos y yo te regalo mi vida”. Ella aún daría cualquier cosa por una
experiencia real, exquisitamente real. Era
todo tan normal, tan de todos los días…
Pero una vez pasó y todo
cambió. ¿Cabría decir que era muy adulta
ya? ¿Serían suficientes sus canas, su vientre caído o sus arrugas para saber
que el tiempo sí había pasado? La vida la tomó por sorpresa cuando un flechazo
puntiagudo y rompedor la cruzó de pies a cabeza y la partió en dos, como alguna
vez imaginó la colegiala que hacía tiempo había dejado de existir. Vergüenza sintió de sí misma al saber que
podía ser verdad lo que tanto imaginó.
Las sensaciones, el deseo, la piel de gallina, las cosquillas
estremecedoras, el bloqueo mental, la tontería en su máxima expresión. Todo ello se apoderó de su existencia y de su
inteligencia. Todo el torbellino que la perseguía desde niña y que evolucionó
con ella, apareció haciendo gala de su existencia. Pero el silencio la
acompañó, los ojos hablaban solos, había otra reflexión en su mirada, la
curiosidad era otra, sus preguntas quedaron obsoletas, ya no eran necesarias. El brillo de plata en su cabello le daba
dulzura y sabiduría. Seguía siendo
bella, seguía siendo apasionada, soñadora, encendida, pero ya no era igual.
Entonces las preguntas cambiaron,
ya no sabía qué preguntar, ya ni quería, todo estaba dicho, todo estaba hecho,
todo estaba sentido, vivido, sabido. Así
que, con las respuestas en su cabeza, en su piel, en sus sentidos, con las
preguntas ya cerradas, acabadas, con el corazón apaciguado a pesar de estar sus
sentidos en plena ebullición, pensaba en algo más práctico, menos sublime, más
real, más innecesario, menos importante, pero digno de una mente demasiado
inquieta y juguetona. “Si lo siento tan
maravilloso, si su compañía me apacigua, si conectamos con apenas mirarnos, si
me gusta su piel, su olor, sus besos, sus manos, su silencio y su ruido, su
mirada de otoño, ¿para qué quiero saber más?...Prefiero conformarme con saber detalles como… ¿Su dentadura estará
completa, o será de los que la deja en reposo mientras duerme?”
Para qué preguntar lo que ya se
sabe. Mejor curiosear sobre asuntos más
divertidos y menos profundos. Para qué
complicarse con lo que ya es complicado.
Más fácil es tontear y jugar a ser felices con lo que hay, con lo que es
y con lo que está (con o sin dientes).
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