Una ciudad que tiene ojos y ve lo
que quiere ver, que respira paciente mientras los días se cubren de noche y
duermen acunados en su luna. Arriba, más
allá de lo infinito, se pierde el lamento de los pasos que quedaron atrapados
en su tierra, en su barro, trajinado y fangoso, oculto entre su verdor. Un
cielo transparente que no esconde secretos, cuenta todo lo que puede contar y
ríe a carcajadas mientras caen sus lágrimas de felicidad. Debajo de su asfalto se esconde su alma pura
y silvestre. Un río atrapado entre sus
lagos reposa fiel a la mirada de sus habitantes, al murmullo del silencio que
se respira y se siente. Un verde
precioso confunde la esperanza en el juego del vivir que cada mañana renueva su
presencia. Un tren anunciando que existe, que va y viene recorriendo despacio
unos rieles aburridos de tanto estar allí, que se hace sentir y se sonroja
cuando alguien lo ve. Montañas humeantes
que se quieren ir lejos para estar solas y amarse sin pudor tras el escenario
de un teatro en el que sobra luz y donde la luna se prepara para el concierto
de estrellas de cada noche.
Tomé todo lo que pude y lo
escondí en mi bolsa de curiosidades.
Paisajes llenos de sonrisas.
Hojas que inician su aterrizaje pausado bailando sobre los caminos. Vivos y muertos conviviendo juntos, tomados
de las manos entre lápidas, flores, columpios y transeúntes. Como si nada pasara, como si el mundo
estuviera en otro lugar y todo lo que allí había fuese imaginación. La paciencia sentada a orillas del lago con
su caña de pescar esperando cualquier distraído y hambriento pez. Un sinfín de arquitectos decorando un pesebre
llano, dejando su imaginación al vuelo de las maripositas de colores que
rondaban las flores silvestres.
Un montón de locos repartiendo
abrazos y risas y más risas. La
amabilidad posada en cada mesa, en los buenos días de todos los días, en el
protocolar cambio del minutero que bailaba en un hermoso reloj con puntuales
campanadas, que hacían despertar a la realidad mientras el corazón seguía de su
cuenta imaginando que todo era un sueño.
Una taza de café humeante, del color de las montañas que hacían de telón
a un paisaje de cariño. Y la luna, que
escondía vergonzosa sus ganas de verme feliz, comenzó a aparecer poco a poco,
dejando saber que bailaba su vals creciente, ése que anuncia la llegada de la
luna llena más perfecta que se dibuja en el cielo.
No sé si era la luna, que a
medida que crecía se llevaba en su sombra a los cuerdos que quedaban, o acaso
era su brillo el que enloquecía y alborotaba la locura y la hacía brotar de
corazones con penas y pesares, con fatiga y agonía, con dolores y con llanto.
Una luna que espantaba las tristezas y hacía de cada día un reto a la
felicidad, en medio de la locura vestida de música, risas y desenfados.
Un escenario perfecto que se
lució imponente y amable como su gente, como su luna… luna de Tennessee…
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