Un hermoso palacio mantenía
su custodia. Fieles a los recuerdos y a
su historia se guardaban como piedras preciosas únicas, legendarias. Allí estaban ellos, inertes, sin el cariño de
unas manos que los contagiaran con las más divina sensaciones. Una caja de
cristal los protegía, quizás de otras torpes manos que los rozaran curiosas de
sentir el placer de sus emociones.
Muchos pasaron y observaron su quietud agonizante, su esbeltez atrapada.
Yo los sentí gritar. Pedían auxilio desde su morada fría y
aburrida. Elegantes, perfectos,
preciosos, ahogados en un cristal que atrapaba su llanto. Vi los pentagramas
dormidos, ausentes, paseando como muertos vivientes por las paredes de aquella
habitación. Había notas atrapadas en una
pesadilla, queriendo despertar, mientras su grito ahogado quedaba enredado
entre sus cuerdas.
Un violín, dos violas y dos
violonchelos acompañados con un apellido que los hacía sobrios, perfectos,
curiosamente intocables… Stradivarius… cada uno en su caja de cristal, como si
hubieran nacido para decorar ataúdes.
Nadie los preguntó si tenían alma y seguramente todos los que los
conocieron deleitaron alguna vez su espíritu con la música de aquellas cuerdas.
Nadie les preguntó si
preferían vivir cantando hasta que la muerte les llegara, o morir en vida
quedando siempre atrapados entre los signos de admiración de una palabra
adulante, entre las cuatro esquinas de un ataúd de cristal.
Creo que siguen vivos, pero
están agonizando, Alguna vez se
rindieron ante la rutina seductora de un arco sobre sus cuerdas. Hoy lucen perfectos: perfectamente muertos,
ahogados, atrapados, relucientes.
Cuerdas sin vida, sin alegría. Si pudieran salir de su ataúd…
Música sin sonido, alma sin
luz, espíritus vagando errantes. Se
equivocaron los sentidos: no eran para los ojos, eran para los oídos. Una perfección intocable ahogada en su
llanto. Música perfecta buscando manos
perfectas para una melodía perfecta.
Todo fue un sueño, no despertaron, siguen inertes, quizás muertos,
quizás dormidos…
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