La verdad se hizo mentira,
mientras la mentira era cada vez más real.
Y comenzó el letardo de un pueblo sumergido en la infamia en la que se
convirtieron los días, los recuerdos, las vivencias, las noticias.
Una estrella apareció y se coló
entre las demás, un caballo cambió la dirección de su rumbo. El reloj cambió la hora en una mitad. Los
buques ya no tuvieron nombres de princesas.
La montaña que cuidaba la gran ciudad también olvidó su nombre, todo
empezó a ser distinto, a vestirse de otro color. Parecía que se trataba de una obra de teatro
en la que se cambiaban los nombres y los colores a los decorados ya viejos y
obsoletos, para hacerlos parecer nuevos y poder celebrar fiestas para inaugurar
cualquier tablón de cartón.
El absurdo se hizo parte de la
rutina. Los gritos se apoderaron del
habla. El hospital montado en casa, con menjurjes y con ramas. Los justos en la cárcel, los ladrones en las
oficinas. Los asesinos custodiando las
armas. Los hambrientos organizando el
menú, los sedientos distribuyendo el agua, los mendigos dirigiendo las escuelas,
las meretrices impartiendo modales, los maestros limpiando las calles, los
investigadores inventado el trueque, los ingenieros sistematizando el fracaso, los
agrónomos sembrando en los balcones, los fotógrafos mirando la luna y buscando algún
ave que pase volando, los administradores repartiendo la miseria, los políticos
contando las gallinas, los abogados redactando cuentos de terror, los
barrenderos limpiando las alfombras al paso de los indignos, los obreros
jugando al escondite, los empresarios censurados
hasta en su fe, los periodistas describiendo estas escenas como si no
existieran, como si en su lugar la perfección y la felicidad fuesen la verdad
en medio de aquella mentira. Y el
jerarca mayor, inventando batallas para usar sus uniformes y vestirse de gala
como el rey del absurdo y la idiotez.
Y todos se creían la
historia. Todos se metieron en su papel.
Ya ni los niños podían ver, como en el cuento aquel, que el emperador estaba
desnudo y todos creyeron que llevaba un traje.
Y los que no lo vieron, callaron… Tuvieron que imaginarse el traje y
hasta los bordados y lentejuelas de los que opinar aún sin ver nada. Había que aplaudir al rey. Y éste, se mofaba a escondidas de la suerte
de sus vasallos.
Era un país de cristal. Tan transparente que todo se veía, todo se
sabía, todo se reflejaba, y cualquier impureza alteraba su color; pero la luz
al reflectar en él se dividía en dos tonos, el de la verdad y el de la mentira,
y ambos se combinaban y se confundían. Era
un país tan fuerte que soportaba el peso de la calumnia y de la destrucción. Tan seductor que podía parecer de hielo aunque
soportara el calor. Tan hermoso, que
mostraba en cada faceta un brillo diferente, especial. Tan firme, que era imposible hacerle
cicatrices, pero tan frágil que con solo dejarlo caer, podía fracturarse para
no volver a ser jamás el que antes fue.
Era todo tan perfecto y tan
absurdo en ese país de cristal. Es que
lo absurdo pasó a ser el eje de la perfección.
Los regalos envueltos en papel sanitario reflejaban el importante
estatus de quien entregaba el obsequio.
El gozar de un derecho era un premio al mejor de los aplausos. Los peores dibujantes, los cantantes más
desafinados, los bailarines sin ritmo, los diseñadores sin estilo, los
comerciantes de desprecios, los fabricantes de entropías, los destructores de
sueños a domicilio, los enterradores de ideas, los navegantes de barrancos, los
cocineros desabridos. Todos ellos dirigían
el destino del resto de los pobladores.
Pero una insignia gritada,
pintada, escrita por todas partes, repetida hasta el asco, más que hasta el
cansancio, por el rey que se mofaba, decretó su muerte anticipada. Sí, el jerarca se marchó mucho antes de sus
planes, mucho antes de su gran fracaso.
Decretó su partida durante muchos años, pensó que se podía jugar con las
palabras. Y pronunció tantas veces su
insignia que la convirtió en una aliada que se aferró a su sombra hasta que se
lo llevó. Hasta su partida fue
absurda. Historias retorcidas, algunas
de ellas seguramente ciertas, adornaron su tumba y turbaron su despedida.
Y en aquel país de cristal los
vasallos se mordieron sus colas buscando un culpable, y poco a poco el traje
del emperador comenzó a desaparecer y se dieron cuenta que en realidad siempre
estuvo desnudo. Cada mordisco dolía y
abría más el agujero de lo cierto, de lo absurdamente cierto.
Miedo tenían de conocer el color
de sus propias vísceras y por eso no miraban su interior. Intentaron endulzar sus mentiras con las
mieles del olvido. Pero ya no hubo
olvido. Y además, el país era de
cristal, todo se veía, todo se sabía, solamente bastó con apartar el humo negro
que lo asfixiaba para que el absurdo quedara retratado en el burdel de la
crueldad.
Y el país de cristal se
rompió. Lo empujaron y se cayó. Quedó todo regado por el suelo. Triste imagen para un país de ilusión.
Allí está, sus piezas ya no
podrán unirse como antes. Siempre
quedarán las grietas. Pero aún tiene
esperanzas, esas no son de cristal. Y
habrá manos dispuestas a recoger cada pieza rota y ponerla en su lugar y
rociarlo luego con el barniz de la esperanza, para que aún no siendo el mismo,
vuelva a brillar como un nuevo país de cristal.
¡Benditas sean las manos que lo han de cuidar!
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