viernes, 18 de septiembre de 2015

País de Cristal


La verdad se hizo mentira, mientras la mentira era cada vez más real.  Y comenzó el letardo de un pueblo sumergido en la infamia en la que se convirtieron los días, los recuerdos, las vivencias, las noticias.

Una estrella apareció y se coló entre las demás, un caballo cambió la dirección de su rumbo.  El reloj cambió la hora en una mitad. Los buques ya no tuvieron nombres de princesas.  La montaña que cuidaba la gran ciudad también olvidó su nombre, todo empezó a ser distinto, a vestirse de otro color.  Parecía que se trataba de una obra de teatro en la que se cambiaban los nombres y los colores a los decorados ya viejos y obsoletos, para hacerlos parecer nuevos y poder celebrar fiestas para inaugurar cualquier tablón de cartón.
 
El absurdo se hizo parte de la rutina.  Los gritos se apoderaron del habla. El hospital montado en casa, con menjurjes y con ramas.  Los justos en la cárcel, los ladrones en las oficinas.  Los asesinos custodiando las armas.  Los hambrientos organizando el menú, los sedientos distribuyendo el agua, los mendigos dirigiendo las escuelas, las meretrices impartiendo modales, los maestros limpiando las calles, los investigadores inventado el trueque, los ingenieros sistematizando el fracaso, los agrónomos sembrando en los balcones, los fotógrafos mirando la luna y buscando algún ave que pase volando, los administradores repartiendo la miseria, los políticos contando las gallinas, los abogados redactando cuentos de terror, los barrenderos limpiando las alfombras al paso de los indignos, los obreros jugando al escondite,  los empresarios censurados hasta en su fe, los periodistas describiendo estas escenas como si no existieran, como si en su lugar la perfección y la felicidad fuesen la verdad en medio de aquella mentira.  Y el jerarca mayor, inventando batallas para usar sus uniformes y vestirse de gala como el rey del absurdo y la idiotez.

Y todos se creían la historia.  Todos se metieron en su papel. Ya ni los niños podían ver, como en el cuento aquel, que el emperador estaba desnudo y todos creyeron que llevaba un traje.  Y los que no lo vieron, callaron… Tuvieron que imaginarse el traje y hasta los bordados y lentejuelas de los que opinar aún sin ver nada.  Había que aplaudir al rey.  Y éste, se mofaba a escondidas de la suerte de sus vasallos.

Era un país de cristal.  Tan transparente que todo se veía, todo se sabía, todo se reflejaba, y cualquier impureza alteraba su color; pero la luz al reflectar en él se dividía en dos tonos, el de la verdad y el de la mentira, y ambos se combinaban y se confundían.  Era un país tan fuerte que soportaba el peso de la calumnia y de la destrucción.  Tan seductor que podía parecer de hielo aunque soportara el calor.  Tan hermoso, que mostraba en cada faceta un brillo diferente, especial.  Tan firme, que era imposible hacerle cicatrices, pero tan frágil que con solo dejarlo caer, podía fracturarse para no volver a ser jamás el que antes fue.

Era todo tan perfecto y tan absurdo en ese país de cristal.  Es que lo absurdo pasó a ser el eje de la perfección.  Los regalos envueltos en papel sanitario reflejaban el importante estatus de quien entregaba el obsequio.  El gozar de un derecho era un premio al mejor de los aplausos.  Los peores dibujantes, los cantantes más desafinados, los bailarines sin ritmo, los diseñadores sin estilo, los comerciantes de desprecios, los fabricantes de entropías, los destructores de sueños a domicilio, los enterradores de ideas, los navegantes de barrancos, los cocineros desabridos.  Todos ellos dirigían el destino del resto de los pobladores.

Pero una insignia gritada, pintada, escrita por todas partes, repetida hasta el asco, más que hasta el cansancio, por el rey que se mofaba, decretó su muerte anticipada.  Sí, el jerarca se marchó mucho antes de sus planes, mucho antes de su gran fracaso.  Decretó su partida durante muchos años, pensó que se podía jugar con las palabras.  Y pronunció tantas veces su insignia que la convirtió en una aliada que se aferró a su sombra hasta que se lo llevó.  Hasta su partida fue absurda.  Historias retorcidas, algunas de ellas seguramente ciertas, adornaron su tumba y turbaron su despedida.

Y en aquel país de cristal los vasallos se mordieron sus colas buscando un culpable, y poco a poco el traje del emperador comenzó a desaparecer y se dieron cuenta que en realidad siempre estuvo desnudo.  Cada mordisco dolía y abría más el agujero de lo cierto, de lo absurdamente cierto.

Miedo tenían de conocer el color de sus propias vísceras y por eso no miraban su interior.  Intentaron endulzar sus mentiras con las mieles del olvido.  Pero ya no hubo olvido.  Y además, el país era de cristal, todo se veía, todo se sabía, solamente bastó con apartar el humo negro que lo asfixiaba para que el absurdo quedara retratado en el burdel de la crueldad.

Y el país de cristal se rompió.  Lo empujaron y se cayó.  Quedó todo regado por el suelo.  Triste imagen para un país de ilusión.

Allí está, sus piezas ya no podrán unirse como antes.  Siempre quedarán las grietas.  Pero aún tiene esperanzas, esas no son de cristal.  Y habrá manos dispuestas a recoger cada pieza rota y ponerla en su lugar y rociarlo luego con el barniz de la esperanza, para que aún no siendo el mismo, vuelva a brillar como un nuevo país de cristal.


¡Benditas sean las manos que lo han de cuidar!


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