¿A qué saben tus besos?, se
atrevió a preguntarle una vez, y ella, que para su fortuna, no lo estaba
viendo, abrió más sus ojos y alcanzó la palidez. Claro, del resto de su cuerpo, porque sus
mejillas parecían recién gratinadas.
Casi se funde como un queso. Tontita, pero muy tontita. Así era ella, o al menos, así creía que era.
Coincidieron una tarde
cualquiera. Él, altivo, conversador,
resuelto, avasallante, con un par de hoyuelos de esos que aparecen en las
mejillas cuando los ojos se alargan en señal de que ya la sonrisa se viene
asomando, aunque la quiera contener. Un cabello muy poblado, amoldado, parecía
suave. Ojos de miel, pero por lo dulce
de la mirada. Porque más bien eran profundos y oscuros. Tontito, pero muy tontito. Así era él o al menos, así creía que era.
Ella, con un caminar discreto,
iba de un lado a otro pensando en sus asuntos, su lista de haberes pendientes,
intentando no encajar sus finos tacones en las grietas de las aceras. Sin duda, se robaba las miradas en su intento
por pasar como una más. Su vestido
suelto, ligero y su cabello largo insinuaban una presencia de esas que imponen,
aunque su intención fuese la de ser discreta.
La vio entrar en una cafetería,
un lugar de paso, donde todos llegan en busca de refuerzos para continuar la
batalla del día. Ella también buscaba su
refuerzo y un momento para sentarse y pensar con calma sus estrategias
siguientes.
Aunque en mesas distintas, sus
sillas quedaron de frente. Ese día él
tomaba un té. Apenas la vio sintió la necesidad de seguir mirándola. Ella tomaba un café. Leía apresurada notas que llevaba en su
agenda y anotaba otras más, mientras jugaba con las puntas de su cabello en un
afán inquieto y distraído. Ella no lo
vio. Pero él ya no la pudo olvidar. Volvió
a casa con su imagen en la mente. Ya no
la pudo apartar, e hizo todos los intentos por al menos volverla a ver otra vez.
Ella, aburrida de los besos
deshechos y de las tardes persiguiendo al tiempo, ya no creía en el amor, más
bien en la costumbre. Él, que aún lo seguía buscando, se deslumbraba imaginando
la simple compañía de una mujer desconocida con la que algún día compartiría
una taza de té. Un par de tontos
aburridos. Cada uno su vida, su familia,
sus deberes, sus compromisos.
Negada a convertirse en el adorno
de una relación cualquiera, en la tonta útil, con su amor de hielo, capaz de
congelar hasta el más tibio de los gestos, vivía convencida de la existencia de
los instantes, pero no de las eternidades, alejada de la locura para sólo creer
en la cordura y nunca en lo prohibido. Estaba
convencida de que los sueños eran sólo eso: sueños, que se desvanecen al
despertar. Estaba cansada de los chistes sin gracia, esos que más bien aburren
y en ocasiones hasta ofenden.
Por fin, coincidieron nuevamente
en la misma cafetería. Él quedó absorto
en su presencia. No era tan bonita, o al
menos eso pensaba ella, pero él la veía de una manera especial, la más hermosa
de todas las mujeres. Y así varias veces
coincidieron en ese lugar, y siempre lo mismo, él deleitado observándola y casi
aprendiéndose sus gestos, contando hasta tres, a ver si en algún momento, a la
cuenta de tres se atrevía por fin a hablarle; y ella, como siempre, concentrada en sus
asuntos. Bueno, en realidad lo había
visto y su presencia le había llamado la atención, pero tan calculadora era y
tan aburrida vivía, que había eliminado de su pensamiento cualquier posibilidad
de recordarlo.
Un día se atrevió a invitarle un
té. Ella aceptó, pensando: …qué más da.
Y comenzaron una tertulia que parecía no tener fin. Su tono elegante y su
palabra fluida la cautivaron, pero desde la distancia que supone compartir un
té con un tontito cualquiera.
Llegó a su casa convencida de que
los ángeles existen y que de alguna manera habían tocado su corazón. Aunque se
negaba a sentirlo, su mente se trasladaba a aquel encuentro sin poder olvidar
su voz, su mirada, la conversación casi sin fin y sin tropiezos. Como si una cortina de sentimiento y
seducción la hubiesen envuelto haciéndole negar lo que hasta ese momento había
pensado. Qué difícil era todo y qué
fácil era a la vez.
Sus encuentros no fueron tan
seguidos como hubiesen querido y tampoco fueron tantos; había temor, pero se
pensaban de una manera casi tonta y sus conversaciones se limitaron a una
llamada telefónica de vez en cuando. Estas
conversaciones eran un poco distantes aunque distendidas, era como una pasión
reprimida por miedos y convencionalismos.
Sus compromisos los situaban en vidas distintas, en momentos
desplazados, mientras seguían pensando y soñando, sin decirse nada que los
comprometiera, quizás su momento había pasado, ya no eran tan jóvenes, cada
quien tenía su vida. Hasta que un día,
en medio de la distancia que parecía hacerse cada vez más grande, atropellado
en su torpeza, aquella pregunta salió de aquel hombre como empujada por una tos
de esas que ya no se pueden aguantar: ¿A
qué saben tus besos? Ya ni recuerda
cómo se atrevió. Y ella, pálida y
fundida, sintió que se hundía bajo el suelo que la soportaba.
Tan viejos y tan tontos. Como sacados de un cuento antiguo aún sin
desempolvar. Evitaron hablar de aquella pregunta, aunque en su mundo soñaban
cada uno con la respuesta. Amores tontos
e imaginarios, escapados de la rutina y del aburrido trajinar. Desencajaban sus días de aquel rompecabezas
que era su vida sacando las piezas más descoloridas y cambiándolas por otras,
que aunque no encajaban porque no fueron hechas a su medida, llenaban de color
los espasmos de sus blancos días.
Sueños con un sabor imaginario,
con una textura deseada, con un olor a romance anticuado. El sueño perfecto para encuadrar en una foto
en blanco y negro barnizada con los tonos sepia que se escapan del calor de sus
deseos. Amores tontos que de tanto tontear se evaporan en nubes de torbellinos
amarrados que se esfuman con el soplar de una brisa ligera escapada de un
suspiro tonto, mientras tontamente insisten en imaginar a qué saben sus besos.
Lastima, porque el más bello momento del amor , es el único que nos deja verdaderamente embriagado, es el preludio el beso. Tu embriagas con tu imaginar y con tan sensible pluma. Como siempre bonita reflexión.
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