sábado, 22 de agosto de 2015

Amores tontos

¿A qué saben tus besos?, se atrevió a preguntarle una vez, y ella, que para su fortuna, no lo estaba viendo, abrió más sus ojos y alcanzó la palidez.  Claro, del resto de su cuerpo, porque sus mejillas parecían recién gratinadas.  Casi se funde como un queso. Tontita, pero muy tontita.  Así era ella, o al menos, así creía que era.

Coincidieron una tarde cualquiera.  Él, altivo, conversador, resuelto, avasallante, con un par de hoyuelos de esos que aparecen en las mejillas cuando los ojos se alargan en señal de que ya la sonrisa se viene asomando, aunque la quiera contener. Un cabello muy poblado, amoldado, parecía suave.  Ojos de miel, pero por lo dulce de la mirada. Porque más bien eran profundos y oscuros.  Tontito, pero muy tontito.  Así era él o al menos, así creía que era.


Ella, con un caminar discreto, iba de un lado a otro pensando en sus asuntos, su lista de haberes pendientes, intentando no encajar sus finos tacones en las grietas de las aceras.  Sin duda, se robaba las miradas en su intento por pasar como una más.  Su vestido suelto, ligero y su cabello largo insinuaban una presencia de esas que imponen, aunque su intención fuese la de ser discreta.

La vio entrar en una cafetería, un lugar de paso, donde todos llegan en busca de refuerzos para continuar la batalla del día.  Ella también buscaba su refuerzo y un momento para sentarse y pensar con calma sus estrategias siguientes.

Aunque en mesas distintas, sus sillas quedaron de frente.  Ese día él tomaba un té. Apenas la vio sintió la necesidad de seguir mirándola.  Ella tomaba un café.  Leía apresurada notas que llevaba en su agenda y anotaba otras más, mientras jugaba con las puntas de su cabello en un afán inquieto y distraído.  Ella no lo vio. Pero él ya no la pudo olvidar.  Volvió a casa con su imagen en la mente.  Ya no la pudo apartar, e hizo todos los intentos por al menos volverla a ver otra vez.

Ella, aburrida de los besos deshechos y de las tardes persiguiendo al tiempo, ya no creía en el amor, más bien en la costumbre. Él, que aún lo seguía buscando, se deslumbraba imaginando la simple compañía de una mujer desconocida con la que algún día compartiría una taza de té.  Un par de tontos aburridos.  Cada uno su vida, su familia, sus deberes, sus compromisos.  

Negada a convertirse en el adorno de una relación cualquiera, en la tonta útil, con su amor de hielo, capaz de congelar hasta el más tibio de los gestos, vivía convencida de la existencia de los instantes, pero no de las eternidades, alejada de la locura para sólo creer en la cordura y nunca en lo prohibido.  Estaba convencida de que los sueños eran sólo eso: sueños, que se desvanecen al despertar. Estaba cansada de los chistes sin gracia, esos que más bien aburren y en ocasiones hasta ofenden.

Por fin, coincidieron nuevamente en la misma cafetería.  Él quedó absorto en su presencia.  No era tan bonita, o al menos eso pensaba ella, pero él la veía de una manera especial, la más hermosa de todas las mujeres.  Y así varias veces coincidieron en ese lugar, y siempre lo mismo, él deleitado observándola y casi aprendiéndose sus gestos, contando hasta tres, a ver si en algún momento, a la cuenta de tres se atrevía por fin a hablarle;  y ella, como siempre, concentrada en sus asuntos.  Bueno, en realidad lo había visto y su presencia le había llamado la atención, pero tan calculadora era y tan aburrida vivía, que había eliminado de su pensamiento cualquier posibilidad de recordarlo.

Un día se atrevió a invitarle un té.  Ella aceptó, pensando: …qué más da. Y comenzaron una tertulia que parecía no tener fin. Su tono elegante y su palabra fluida la cautivaron, pero desde la distancia que supone compartir un té con un tontito cualquiera. 

Llegó a su casa convencida de que los ángeles existen y que de alguna manera habían tocado su corazón. Aunque se negaba a sentirlo, su mente se trasladaba a aquel encuentro sin poder olvidar su voz, su mirada, la conversación casi sin fin y sin tropiezos.  Como si una cortina de sentimiento y seducción la hubiesen envuelto haciéndole negar lo que hasta ese momento había pensado.  Qué difícil era todo y qué fácil era a la vez.

Sus encuentros no fueron tan seguidos como hubiesen querido y tampoco fueron tantos; había temor, pero se pensaban de una manera casi tonta y sus conversaciones se limitaron a una llamada telefónica de vez en cuando.  Estas conversaciones eran un poco distantes aunque distendidas, era como una pasión reprimida por miedos y convencionalismos.  Sus compromisos los situaban en vidas distintas, en momentos desplazados, mientras seguían pensando y soñando, sin decirse nada que los comprometiera, quizás su momento había pasado, ya no eran tan jóvenes, cada quien tenía su vida.  Hasta que un día, en medio de la distancia que parecía hacerse cada vez más grande, atropellado en su torpeza, aquella pregunta salió de aquel hombre como empujada por una tos de esas que ya no se pueden aguantar:  ¿A qué saben tus besos?   Ya ni recuerda cómo se atrevió.  Y ella, pálida y fundida, sintió que se hundía bajo el suelo que la soportaba.

Tan viejos y tan tontos.  Como sacados de un cuento antiguo aún sin desempolvar. Evitaron hablar de aquella pregunta, aunque en su mundo soñaban cada uno con la respuesta.  Amores tontos e imaginarios, escapados de la rutina y del aburrido trajinar.  Desencajaban sus días de aquel rompecabezas que era su vida sacando las piezas más descoloridas y cambiándolas por otras, que aunque no encajaban porque no fueron hechas a su medida, llenaban de color los espasmos de sus blancos días. 


Sueños con un sabor imaginario, con una textura deseada, con un olor a romance anticuado.  El sueño perfecto para encuadrar en una foto en blanco y negro barnizada con los tonos sepia que se escapan del calor de sus deseos. Amores tontos que de tanto tontear se evaporan en nubes de torbellinos amarrados que se esfuman con el soplar de una brisa ligera escapada de un suspiro tonto, mientras tontamente insisten en imaginar a qué saben sus besos.

1 comentario:

  1. Lastima, porque el más bello momento del amor , es el único que nos deja verdaderamente embriagado, es el preludio el beso. Tu embriagas con tu imaginar y con tan sensible pluma. Como siempre bonita reflexión.

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