Contaba los minutos, contaba los
pasos... los que faltaban. Contaba las
monedas con su olor a calle. Contaba los
cables del tendido eléctrico, contaba
los días... los que faltaban, contaba lo que no está. Contaba el futuro, un futuro lleno de
cuentas. Ya no contaba el pasado, sólo
lo recordaba, más bien parte de él: el que alguna vez contó antes de que se
convirtiera en ese pasado que ya no estaba.
Contaba los trofeos, pero no veía
las victorias. Contaba las personas:
una, dos, cientos, miles. Las observaba,
contaba y pensaba. Contaba los lugares,
los que no conocía, contaba las rutinas, los resultados. Lo que contaba tenía
historia, pero no la veía, sólo contaba.
Contaba los años que faltaban,
contaba las metas que no había alcanzado y allá muy lejos, al final de sus
cuentas estaba la felicidad que imaginaba.
Y olvidó contar las sonrisas que pasaban a su lado, no se dio cuenta de
la felicidad que, con sólo extender sus manos, encontraría sin necesidad de
tener que contar más pasos, ni más minutos.
Le ofrecieron miles de abrazos,
pero no se dio cuenta, prefirió contarlos antes que darlos y mientras los
contaba, pasaban al olvido. Contaba las
distancias, las alturas, los grosores, las fuerzas. Medía el tiempo en el cronómetro y aceleraba
sus pasos, quería ir más rápido que el tiempo para no perderlo y poder contar
antes de que pasara. Tiempo, bendito
tiempo, que se le escapaba de las manos mientras aceleraba su ritmo para
adelantarlo y no dejarse seguir por él.
Pero no supo contar las cuerdas
de un violín, ni las teclas de un piano, tampoco los lunares en el cuerpo de
quien dormía en su misma cama. Contó las
letras que había en las palabras, pero muchas veces no entendió sus
significados, por eso, no las usaba.
Tampoco aprendió a contar estrellas, ni los pétalos de las margaritas. No supo contar las miradas, ni los
encuentros, ni los versos. Olvidó contar una merienda en mitad de un paisaje
vistoso e inolvidable. También olvidó
contar las fiestas, las sonrisas, los dedos de la mano que buscaban su caricia.
No contó los besos.
Y todo lo que no supo contar se
fue alejando de su camino. Es que lo
había desechado sin darse cuenta y todo por estar contando los incontables
retos que su mente imaginaba.
Un día sintió de pronto la
soledad, que con su punzante lanza le hacía heridas a su espalda. Miró a su alrededor queriendo contar una
ilusión, que seguramente seguiría por allí haciéndole guiños para que se
animara a contar con ella. Pero la
ilusión ya no estaba. A su alrededor ya
no había nada que contar. Sólo pudo
contar recuerdos llenos de sombras, de silencio y de viento solitario que
soplaba en medio de aquel desierto lleno de una mustia arena, serena y
aburrida, infértil, apagada, inmensa, que era lo único que quedaba para contar.
Se sentó a contar la arena,
mientras el tiempo consumía su mirada desencajada que aún no se explicaba cómo
la soledad engullía su alma, igual que una mala hierba en el jardín del olvido. Y allí se quedó y siguió contando lo que no
había, lo que se fue, lo que no estaba.
Y contando los granos de arena se fue hundiendo en la soledad de su
desierto imaginario, mientras el viento de su sueño solitario fue cubriendo con
arena las cuentas de su cansancio, las cuentas de su rutina, las cuentas de su
existir.
Que desdichado, contaba los trofeos pero no veía las victorias, contaba las metas que no había alcanzado y allá muy lejos estaba la felicidad que imaginaba, pero no se paró a contar la verdad ni la mentira del mundo que lo rodeaba. Sólo tenía que contar con el mismo……y aun así no mucho. Como siempre, bonita reflexión.
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