sábado, 13 de junio de 2015

El Contador de Cuentas


Contaba los minutos, contaba los pasos... los que faltaban.  Contaba las monedas con su olor a calle.  Contaba los cables del tendido eléctrico,  contaba los días... los que faltaban, contaba lo que no está.  Contaba el futuro, un futuro lleno de cuentas.  Ya no contaba el pasado, sólo lo recordaba, más bien parte de él: el que alguna vez contó antes de que se convirtiera en ese pasado que ya no estaba.

Contaba los trofeos, pero no veía las victorias.  Contaba las personas: una, dos, cientos, miles.  Las observaba, contaba y pensaba.  Contaba los lugares, los que no conocía, contaba las rutinas, los resultados. Lo que contaba tenía historia, pero no la veía, sólo contaba.
Contaba las lozas en el suelo y las piedras en los puentes.  Contaba las esquinas de las plazas, pero no sus flores, ni sus jardines; contaba el tiempo entre el presente y el futuro y, mientras contaba, el presente se convertía en pasado y el futuro se desvanecía envolviendo al presente y, al instante, se perdía en el pasado.

Contaba los años que faltaban, contaba las metas que no había alcanzado y allá muy lejos, al final de sus cuentas estaba la felicidad que imaginaba.  Y olvidó contar las sonrisas que pasaban a su lado, no se dio cuenta de la felicidad que, con sólo extender sus manos, encontraría sin necesidad de tener que contar más pasos, ni más minutos.

Le ofrecieron miles de abrazos, pero no se dio cuenta, prefirió contarlos antes que darlos y mientras los contaba, pasaban al olvido.  Contaba las distancias, las alturas, los grosores, las fuerzas.  Medía el tiempo en el cronómetro y aceleraba sus pasos, quería ir más rápido que el tiempo para no perderlo y poder contar antes de que pasara.  Tiempo, bendito tiempo, que se le escapaba de las manos mientras aceleraba su ritmo para adelantarlo y no dejarse seguir por él.

Pero no supo contar las cuerdas de un violín, ni las teclas de un piano, tampoco los lunares en el cuerpo de quien dormía en su misma cama.  Contó las letras que había en las palabras, pero muchas veces no entendió sus significados, por eso, no las usaba.  Tampoco aprendió a contar estrellas, ni los pétalos de las margaritas.  No supo contar las miradas, ni los encuentros, ni los versos. Olvidó contar una merienda en mitad de un paisaje vistoso e inolvidable.  También olvidó contar las fiestas, las sonrisas, los dedos de la mano que buscaban su caricia. No contó los besos.

Y todo lo que no supo contar se fue alejando de su camino.  Es que lo había desechado sin darse cuenta y todo por estar contando los incontables retos que su mente imaginaba.
Un día sintió de pronto la soledad, que con su punzante lanza le hacía heridas a su espalda.  Miró a su alrededor queriendo contar una ilusión, que seguramente seguiría por allí haciéndole guiños para que se animara a contar con ella.  Pero la ilusión ya no estaba.  A su alrededor ya no había nada que contar.  Sólo pudo contar recuerdos llenos de sombras, de silencio y de viento solitario que soplaba en medio de aquel desierto lleno de una mustia arena, serena y aburrida, infértil, apagada, inmensa, que era lo único que quedaba para contar.


Se sentó a contar la arena, mientras el tiempo consumía su mirada desencajada que aún no se explicaba cómo la soledad engullía su alma, igual que una mala hierba en el jardín del olvido.  Y allí se quedó y siguió contando lo que no había, lo que se fue, lo que no estaba.  Y contando los granos de arena se fue hundiendo en la soledad de su desierto imaginario, mientras el viento de su sueño solitario fue cubriendo con arena las cuentas de su cansancio, las cuentas de su rutina, las cuentas de su existir.

 Y como un reloj de arena, sumido en el vicio contagioso de un giro y un cambio en la caída de los granos, su vida quedó sumergida en las cuentas de la arena.  Su transitar quedó plasmado en el libro que versaba sobre aquel que siempre supo contar y que las cuentas le hicieron olvidar que al final lo que más cuenta no es lo que más se cuenta, sino con quién es posible contar, mientras las páginas del libro avanzan y la historia se acerca a su final. 

1 comentario:

  1. Que desdichado, contaba los trofeos pero no veía las victorias, contaba las metas que no había alcanzado y allá muy lejos estaba la felicidad que imaginaba, pero no se paró a contar la verdad ni la mentira del mundo que lo rodeaba. Sólo tenía que contar con el mismo……y aun así no mucho. Como siempre, bonita reflexión.

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