-Tranquila - me susurró en el oído – tranquila – me susurró
de nuevo, sin que yo pudiera verlo.
Busqué a mi alrededor y no estaba. Una vez más comprendí que
todo tiene un tiempo. Yo tengo un tiempo
y estoy en él, aunque a veces se transforma en viento y sopla mi cara hasta
hacer cerrar mis ojos. Me empuja y me
hace caer, pero también me refresca y alivia el calor de mi piel. Yo lo dejo que sople, que cante en mis oídos,
que me llene de polvo y de tierra, que me haga respirar turbulencias. No importa, yo lo respiro porque es mi tiempo.
Me siento a ver pasar tu tiempo y el tiempo del otro y el de
aquél. Y nuestros tiempos se revuelven,
son como el mar embravecido que cuando toca la arena se calma y perece. Y es
que el mar también perece, se rinde a los pies de la playa y perece. Corre hasta la orilla, empujado por su afán
de perecer. Pero no lo sabe, o tal vez
olvida que el tiempo también existe para él.
Como a tantos se nos olvida…
Yo no pude salvarlo.
Era muy grande, había recorrido ya tanto, había mecido entre sus aguas
los barcos más audaces, había cobijado peces y algas, había soportado las lágrimas desbordadas desde las nubes y había
acariciado las pieles bronceadas de quienes juguetean en las orillas robando
tiempo a sus vidas para multiplicarlo, mientras les va quedando ajustado. Tan grande era, que se me hacía imposible
alcanzarlo con mis brazos. Igual los
extendí, sólo para que sintiera que yo estaba allí, para que me abrazara
cuantas veces quisiera, para que me susurrara todo lo que quisiera, aunque su
tiempo llegara ya a su fin. Yo era testigo de su final infinito desvanecido
entre susurros a orillas de sí mismo.
Me hizo entender que mi tiempo también ha de perecer, que se
desvanece entre las piedras sin que lo pueda detener. Me dibujó en el cielo un arcoíris de gotas
revueltas con sabor a mar y me señaló el principio, pero no el fin, no pude ver
el fin. Y es que sus colores se
desvanecían entre la bruma con la que jugaba el viento. Entonces pensé: Para qué ver el fin, si igual
se desvanece. No quiero finales desvanecidos en un perecer anunciado. Me
quedo con el tiempo que descansa sobre las letras de mis hojas rasgadas y con
la sonrisa que le robé aquel día al señor de las flores imaginarias.
Entonces escuché de nuevo el susurro: tranquila… tranquila…
La paz de aquel momento, la chispa blanca de la espuma
burbujeante, el silencio del mar en su perecer, los miles de susurros escapando
de las piedras dormidas de aquel instante de un tiempo bañado de sal, me
dijeron que no apure, que no corra, que no desespere. Me dijeron que el tiempo está allí, que lo
deje acariciar mi piel, que lo deje mojar mis pies, que lo deje despeinar mi
cabello. Las imágenes, los susurros, los
silencios, el frío insistente de las olas en su vaivén, el cielo bonito
bañándose de atardecer, me dijeron que mi tiempo es hoy y que mi hoy está aquí,
que ya no fue ni será. Que es,
simplemente es. Que lo respire, que me
deje bañar por él, que lo viva antes de que se desvanezca entre las piedras y
que no llore más, que no vale la pena llorar, que igual el tiempo se va y que
el mío sólo yo lo he de atrapar, para montarme en él y dejarme mecer en sus
olas, hasta que me empuje a la orilla y como el cantador de susurros, me
desvanezca en sublime afán entre las piedras del ineludible adiós.
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