miércoles, 31 de enero de 2018

Mi tiempo


-Tranquila - me susurró en el oído – tranquila – me susurró de nuevo, sin que yo pudiera verlo.
Busqué a mi alrededor y no estaba. Una vez más comprendí que todo tiene un tiempo.  Yo tengo un tiempo y estoy en él, aunque a veces se transforma en viento y sopla mi cara hasta hacer cerrar mis ojos.  Me empuja y me hace caer, pero también me refresca y alivia el calor de mi piel.  Yo lo dejo que sople, que cante en mis oídos, que me llene de polvo y de tierra, que me haga respirar turbulencias.  No importa, yo lo respiro porque es mi tiempo.
Me siento a ver pasar tu tiempo y el tiempo del otro y el de aquél.  Y nuestros tiempos se revuelven, son como el mar embravecido que cuando toca la arena se calma y perece. Y es que el mar también perece, se rinde a los pies de la playa y perece.  Corre hasta la orilla, empujado por su afán de perecer.  Pero no lo sabe, o tal vez olvida que el tiempo también existe para él.  Como a tantos se nos olvida…
Entonces miré el mar y su perecer.  Busqué mi tiempo entre las piedras mojadas, que se arrastraban y secreteaban imitando la voz de aquel susurro.  Y lo escuché de nuevo: “Tranquila… tranquila”.  Miré a mi alrededor.  Sólo estaban las piedras y el mar pereciendo en la orilla, aferrándose a las piedras mientras se hundía sin darse cuenta y sin poder hacer nada.  Desaparecía.
Yo no pude salvarlo.  Era muy grande, había recorrido ya tanto, había mecido entre sus aguas los barcos más audaces, había cobijado peces y algas, había soportado las  lágrimas desbordadas desde las nubes y había acariciado las pieles bronceadas de quienes juguetean en las orillas robando tiempo a sus vidas para multiplicarlo, mientras les va quedando ajustado.  Tan grande era, que se me hacía imposible alcanzarlo con mis brazos.  Igual los extendí, sólo para que sintiera que yo estaba allí, para que me abrazara cuantas veces quisiera, para que me susurrara todo lo que quisiera, aunque su tiempo llegara ya a su fin. Yo era testigo de su final infinito desvanecido entre susurros a orillas de sí mismo.
Me hizo entender que mi tiempo también ha de perecer, que se desvanece entre las piedras sin que lo pueda detener.  Me dibujó en el cielo un arcoíris de gotas revueltas con sabor a mar y me señaló el principio, pero no el fin, no pude ver el fin.  Y es que sus colores se desvanecían entre la bruma con la que jugaba el viento.  Entonces pensé: Para qué ver el fin, si igual se desvanece. No quiero finales desvanecidos en un perecer anunciado.   Me quedo con el tiempo que descansa sobre las letras de mis hojas rasgadas y con la sonrisa que le robé aquel día al señor de las flores imaginarias.
Entonces escuché de nuevo el susurro: tranquila… tranquila…
La paz de aquel momento, la chispa blanca de la espuma burbujeante, el silencio del mar en su perecer, los miles de susurros escapando de las piedras dormidas de aquel instante de un tiempo bañado de sal, me dijeron que no apure, que no corra, que no desespere.  Me dijeron que el tiempo está allí, que lo deje acariciar mi piel, que lo deje mojar mis pies, que lo deje despeinar mi cabello.  Las imágenes, los susurros, los silencios, el frío insistente de las olas en su vaivén, el cielo bonito bañándose de atardecer, me dijeron que mi tiempo es hoy y que mi hoy está aquí, que ya no fue ni será.  Que es, simplemente es.  Que lo respire, que me deje bañar por él, que lo viva antes de que se desvanezca entre las piedras y que no llore más, que no vale la pena llorar, que igual el tiempo se va y que el mío sólo yo lo he de atrapar, para montarme en él y dejarme mecer en sus olas, hasta que me empuje a la orilla y como el cantador de susurros, me desvanezca en sublime afán entre las piedras del ineludible adiós.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por participar con tu comentario en esta página