Nació. Era hermosa, era niña. Sus
ojos brillantes e inquietos buscaban adivinar lo que había y lo que no
estaba. Mucha intuición se percibía en
su mirada. Juguetona y divertida,
delicada y arrebatada. Así creció, entre
juegos y disciplina, aprendiendo a ser niña y mostrando lo que se siente desde
la perspectiva de una niña. Eso que no
se aprende, eso que sólo se siente simplemente por la condición femenina, ese
regalo que no se escoge, que parece fruto del azar, pero que viene cargado de
hormonas y de instintos, que le permiten tener esa especie de súper poderes,
algunas veces sólo comparables con los de alguna heroína de un cuento de
piratas o con alguna bruja de un cuento de hadas.
Lo mismo le daba jugar con
muñecas, con casitas o con mascotas de colores, que treparse en un inmenso
árbol y saltar de una rama a otra. Daba
igual si se sentaba a pintar mariposas, o salpicaba sus zapatos y su vestido en
un asqueroso charco; si jugaba al escondite o competía en bicicleta por el
primer lugar. Así era ella, era niña.
Parecía que su sola condición femenina venía bordada en sus entrañas con
hilos de instintos de todo tipo, que la hacían sentirse poderosa y dominante, a
la vez que dulce y afable.