Busqué deseos en la alacena.
Tenía que haber muchos, estaba segura de haber almacenado unos cuantos. Allí estaban, empaquetados de diversas formas
y, por supuesto, cada uno ajustado con un gancho cuyo color hacía perfecto
juego con el color de cada paquete. No
lo puedo evitar, los paquetes deben combinar con sus ganchos, incluso si estoy
en una fuga mental.
Comencé a leer las instrucciones de cada paquete de deseos.
Especificaban muy bien las cantidades a mezclar y los aderezos a agregar, pero
yo preferí hacerlo como me apetecía en ese momento. Así que tomé un poco de lo que había en el
paquete azul, mi preferido, aunque nunca sé lo que guarda dentro. Tenía puesto un gancho blanco, que lo
mantenía cerrado herméticamente. Así lo
había dejado la última vez que lo usé, aunque no recuerdo cuándo fue. Azul y blanco, combinaban perfectamente.
Los deseos del paquete azul son algo misteriosos, pero a mí
me encantan, porque me sorprenden y por lo general, me superan. Medí dos tazas,
quería dos porciones, y las reservé en un bol transparente y delicado. Es lo que se merecen unos deseos tan
especiales. Abrí la gaveta de las especias.
Había amor triturado, esperanza en polvo, sonrisas en hojuelas, sabiduría
en granos, semillas de paciencia, locura desecada, alegría en forma de unas
diminutas zapatillas de baile, imaginación envasada al vacío, dulce de besos en
curiosos tarritos de mermelada y unas pepitas de colores que no sé lo que eran,
pero su etiqueta decía que daban buena suerte.
Había más especias, pero me gustaron esas, parecían perfectas y yo
necesitaba un poco de eso. Estaba rota y
hueca.
De repente, sentí un olor humeante que venía de afuera. No me gustó, olía a desprecio, a olvido, a
desesperanza. Un olor turbio que abría
mi agujero, el de la herida en mi rotura.
Entonces cerré las ventanas y me quedé sola y tranquila. Respiré hasta conseguir el aroma a soledad
que necesitaba para continuar con mi receta.
Mezclé en un gran tazón los recuerdos que ya estaban blandos
y fríos, con las dos raciones del paquete azul de los deseos. Utilicé la cuchara de madera que me regaló mi
mamá, la que ella utilizaba para revolver las tazas de ilusión que nos servía
en las mañanas y que estaba acostumbrada a sus manos y a su suavidad. Utilicé movimientos envolventes, como ella me
enseñó y fui agregando poco a poco pequeñas raciones de las especias que había
reservado para mi nuevo momento. El
color de aquella mezcla se hacía cada vez más brillante, lucía apetitoso. El fogón estaba a la espera y a punto para
recibir aquella mezcla inusual de mi momento fugaz. Se fue cociendo lentamente,
a la vez que se doraba y se convertía en una deliciosa masa, una especie de
pastel enriquecido de imaginación. Daba
olor a vida, a deseo, a camino fresco.
Olor azul, a tardes de luz exprimidas en mis pensamientos y untadas en mi
piel. Olor a flores mimosas, olor a encuentro, a ternura.
Mis brasas ya estaban atizadas, necesitaban paz húmeda para
reposarse de nuevo y regresar a la calma que me alejaba del vacío… Y la tuve,
la abracé hasta que se alojó en mi pecho.
Aún me queda una ración que guardé del día que no estuve, del
día de mi fuga, cuando me encontré conmigo y saqué de mis brasas aturdidas mis mejores
ingredientes para poder seguir estando. Y
esa ración que conservo la quiero compartir…