Vuela el halcón, vuela lejos sin
mirar atrás. Se va y su amada no lo ve
marchar. No hubo tiempo de flores, ni de
perfumes, no hubo tiempo para una mirada más.
Hubo un poema que se quedó
atascado en un atardecer. Hubo olas,
hubo aleteos, hubo gorriones escondidos detrás de los arbustos, husmeando el
gorgoteo de sus corazones húmedos, buscando entender en ellos el andar
peregrino que alejó sus picos y separó sus alas.
Tan inesperada fue su partida,
como ansiados fueron sus besos. Tan
desconsolada quedó su amada, como impregnados de alas abrazadas quedaron sus
recuerdos.
No sintió el frescor de los
suspiros que lo llamaban, o quizás le sirvieron de impulso para empujar su
vuelo. No escuchó el susurro silencioso
que pronunciaba su nombre mientras dormía, o quizás fue el ruido que perturbó
su sueño.
Le robó un par de besos… quizás
más de un par, y entonces voló y voló. Y
las nubes nublaron su vuelo y la luna lo espero en la noche y embrujó con su
plata la punta de su corazón. Y embrujado se quedó, mientras siguió su vuelo y
no supo mirar atrás.
Sigue el halcón su vuelo sin
saber a dónde va. Sigue perfumando
corazones con el embrujo de la luna que lo atrae a su desván. Se esconde, juega, aterriza y vuelve a
volar. Se inventa mil excusas para no
volver atrás, pues no se atreve a enfrentar la mirada de su verdad.
¡Que soy verdad!, le gritaron
desde allá y el halcón no supo hacia dónde mirar. Entonces hizo lo que sabía hacer, y voló sin
retorno, sin mirar atrás. Se llevó en
sus alas el final de un beso que no pudo acabar, que se quedó dormido y ya no
pudo despertar. Y dejó en su partida la
soledad de un abrazo roto, olvidado en una esquina de la tarde que una vez los
hizo soñar.
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