Todos los días era el mismo
despertar, el mismo sonido del reloj, sólo cambiaba el momento del instante
menos deseado, pues un día avanzaba el despertador dos minutos, otro día lo
adelantaba uno, otro lo atrasaba tres… y así, jugaba con los minutos para
tratar de escapar por instantes de la costumbre.
Dejó lista el agua para su café
mientras tensaba su piel y sus neuronas con agua fría, evitando el aspecto de
zanahoria hervida que la acompañaba en las mañanas. Preparó su café muy
caliente en la taza de siempre, en el rincón de siempre y lo acompañó con la
tostada de siempre. Se vistió con la combinación de los lunes, era un día lleno
de fuerza y los colores debían ser fuertes: azul intenso, negro, violeta, verde
oscuro. Eligió el vestido violeta y con
la intensidad de ese color salió de casa a devorarse la semana. Treinta y cinco
pasos hasta la esquina, doce para cruzar la calle y dos mil trescientos
cincuenta y cinco más hasta llegar a su trabajo. Decidió contarlos un día de esos en los que
las preocupaciones la absorbían de tal manera, que se abstraía del mundo real
que la circundaba y perdía el contacto con el asfalto y las aceras. Y así, cada vez que su mente comenzaba a
alejarse del mundo terrenal, comenzaba a contar los pasos.
Su día transcurría con los agites
de siempre, los errores de siempre y algunos de estreno, aciertos novedosos de
vez en cuando que le recordaban que los desaciertos podían pasar
desapercibidos. Todo más o menos igual,
las canciones de siempre, los saludos por el camino, recordando a los demás que
existen, al menos para ella. Algunas
flores se dejaban ver para hacer notar que la primavera estaba comenzando. El frescor paseando con el viento, los
semáforos dictando pautas, las palomas rodeando las migas, el vendedor haciendo
sus planes, el cliente lleno de prisas, el director en su jaula cuadriculada y
el hacedor de ilusiones haciendo de las suyas tras la sombra de la moza de la cafetería. Todo eso y más era el escenario de un día
intenso y normal, como cualquier lunes vestido con los colores del comienzo.
El martes era el turno del
intenso rojo, del incandescente amarillo o del naranja ácido. Había que darle más fuerza a la semana. El miércoles el verde claro, el terracota, el gris y el beige bajaban la intensidad a las
presiones del inicio. Ya el jueves se endulzaba la euforia: el rosa y el salmón
dominaban el escenario que buscaba su cuerpo y los tonos pasteles hacían la
fiesta que esperaba el día. El viernes
los tonos del cielo decoraban su aspecto: el celeste y el blanco solían hacer
su gala aquel día. Y ella, para mantener
su rigor, usaba los colores que le tocaban a cada día, como si ella fuese el
día, como si la vida fuese de colores y ella se vistiera de vida.
Fue el día en que le tocaba el
turno al color del cielo. Fue el día en
que todo cambió sin que se diera cuenta.
El despertador sonó hasta reventarse, mientras ella preparaba su café
incoloro e intentaba quitarse el aspecto de zanahoria hervida que ya no tenía.
El color era el del cielo lleno de nubes.
Los pasos no se sintieron, se hicieron incontables, pero las huellas
estaban.
Ya no había errores, todos
estaban ya cometidos. No había nada que
probar, todo estaba ya probado y comprobado.
Ni siquiera había problemas, es que aunque no estaban resueltos, ya no importaban. Daban
igual los reportes del vendedor, el discurso del director, las pretensiones del
cliente o las frases rebuscadas del hacedor de ilusiones. Pero ella contó los dos mil trescientos
cincuenta y cinco pasos que desde la otra acera la separaban de su rutina. Algo no estaba igual y ella pretendía
aterrizar mientras contaba. Las flores
estaban, había más, pero no tenían perfume. Los semáforos, tan aburridos
estaban, que les habían nacido raíces que les recordaban que no debían moverse.
Parecían quedarse dormidos, no mostraban el color de sus luces. Saludó al
cartero, que no la reconoció. El
panadero estaría muy ocupado que no respondió.
El francés del kiosko atendía a una niña y no le sonrió. En la plaza unos tomaban su café y otros
conversaban y no la vieron. En el
trabajo nadie la saludó y la música sólo se escuchó en sus recuerdos. Terminó
el viernes color cielo como si nunca hubiera empezado.
Tuvo un fin de semana silencioso,
sereno, solitario, apacible, sin ruidos, sin deseos, lento, muy lento. Las gotas blancas caían muy despacio y se
desvanecían en la nada. No había olor,
ni sabor, sólo un profundo descanso.
El día del azul intenso apareció
ante sus ojos con un brillo extraño, diferente.
La taza del café permanecía en su rincón, pero vacía y fría. Hizo lo de siempre, con su traje azul
favorito. Pero no se dio cuenta de que
contaba pasos que ya no estaban, pensaba en gente que la extrañaba. Y seguía y seguía… a pesar del viento y de la
lluvia, a pesar de que dejó de estar mientras el aire se llenaba de su perfume. Es que no sabía dejar de estar aunque ya no
estuviera. Y en su rigor y en su deseo de estar, no paraba de contar.
Mientras contaba, cambió la ruta
y siguió los pasos que subieron a un infinito abierto que la hizo volar por
debajo de un arco lleno de color. Tuvo
que irse sin terminar de contar los pasos, sin elegir el color para un día,
como si el día no fuera día, como si los errores no existieran. Era parte de su trato con la vida, aunque no
se dio cuenta de que ya el trato había terminado.
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