sábado, 17 de junio de 2017

La vida en pocos pasos


Todos los días era el mismo despertar, el mismo sonido del reloj, sólo cambiaba el momento del instante menos deseado, pues un día avanzaba el despertador dos minutos, otro día lo adelantaba uno, otro lo atrasaba tres… y así, jugaba con los minutos para tratar de escapar por instantes de la costumbre.
Dejó lista el agua para su café mientras tensaba su piel y sus neuronas con agua fría, evitando el aspecto de zanahoria hervida que la acompañaba en las mañanas. Preparó su café muy caliente en la taza de siempre, en el rincón de siempre y lo acompañó con la tostada de siempre. Se vistió con la combinación de los lunes, era un día lleno de fuerza y los colores debían ser fuertes: azul intenso, negro, violeta, verde oscuro.  Eligió el vestido violeta y con la intensidad de ese color salió de casa a devorarse la semana. Treinta y cinco pasos hasta la esquina, doce para cruzar la calle y dos mil trescientos cincuenta y cinco más hasta llegar a su trabajo.  Decidió contarlos un día de esos en los que las preocupaciones la absorbían de tal manera, que se abstraía del mundo real que la circundaba y perdía el contacto con el asfalto y las aceras.  Y así, cada vez que su mente comenzaba a alejarse del mundo terrenal, comenzaba a contar los pasos.
Era ella, eran sus maneras, era su rigor y era su particular juego con la vida, para sentirla su aliada, para saber que estaba viva.
Su día transcurría con los agites de siempre, los errores de siempre y algunos de estreno, aciertos novedosos de vez en cuando que le recordaban que los desaciertos podían pasar desapercibidos.  Todo más o menos igual, las canciones de siempre, los saludos por el camino, recordando a los demás que existen, al menos para ella.  Algunas flores se dejaban ver para hacer notar que la primavera estaba comenzando.  El frescor paseando con el viento, los semáforos dictando pautas, las palomas rodeando las migas, el vendedor haciendo sus planes, el cliente lleno de prisas, el director en su jaula cuadriculada y el hacedor de ilusiones haciendo de las suyas tras la sombra de la moza de la cafetería.  Todo eso y más era el escenario de un día intenso y normal, como cualquier lunes vestido con los colores del comienzo.
El martes era el turno del intenso rojo, del incandescente amarillo o del naranja ácido.  Había que darle más fuerza a la semana.  El miércoles el verde claro, el terracota,  el gris y el beige bajaban la intensidad a las presiones del inicio. Ya el jueves se endulzaba la euforia: el rosa y el salmón dominaban el escenario que buscaba su cuerpo y los tonos pasteles hacían la fiesta que esperaba el día.  El viernes los tonos del cielo decoraban su aspecto: el celeste y el blanco solían hacer su gala aquel día.  Y ella, para mantener su rigor, usaba los colores que le tocaban a cada día, como si ella fuese el día, como si la vida fuese de colores y ella se vistiera de vida.
Fue el día en que le tocaba el turno al color del cielo.  Fue el día en que todo cambió sin que se diera cuenta.  El despertador sonó hasta reventarse, mientras ella preparaba su café incoloro e intentaba quitarse el aspecto de zanahoria hervida que ya no tenía. El color era el del cielo lleno de nubes.  Los pasos no se sintieron, se hicieron incontables, pero las huellas estaban.
Ya no había errores, todos estaban ya cometidos.  No había nada que probar, todo estaba ya probado y comprobado.  Ni siquiera había problemas, es que aunque no estaban resueltos,  ya no importaban.   Daban igual los reportes del vendedor, el discurso del director, las pretensiones del cliente o las frases rebuscadas del hacedor de ilusiones.  Pero ella contó los dos mil trescientos cincuenta y cinco pasos que desde la otra acera la separaban de su rutina.  Algo no estaba igual y ella pretendía aterrizar mientras contaba.  Las flores estaban, había más, pero no tenían perfume. Los semáforos, tan aburridos estaban, que les habían nacido raíces que les recordaban que no debían moverse. Parecían quedarse dormidos, no mostraban el color de sus luces. Saludó al cartero, que no la reconoció.  El panadero estaría muy ocupado que no respondió.  El francés del kiosko atendía a una niña y no le sonrió.  En la plaza unos tomaban su café y otros conversaban y no la vieron.  En el trabajo nadie la saludó y la música sólo se escuchó en sus recuerdos. Terminó el viernes color cielo como si nunca hubiera empezado.
Tuvo un fin de semana silencioso, sereno, solitario, apacible, sin ruidos, sin deseos, lento, muy lento.  Las gotas blancas caían muy despacio y se desvanecían en la nada.  No había olor, ni sabor, sólo un profundo descanso.
El día del azul intenso apareció ante sus ojos con un brillo extraño, diferente.  La taza del café permanecía en su rincón, pero vacía y fría.  Hizo lo de siempre, con su traje azul favorito.  Pero no se dio cuenta de que contaba pasos que ya no estaban, pensaba en gente que la extrañaba.  Y seguía y seguía… a pesar del viento y de la lluvia, a pesar de que dejó de estar mientras el aire se llenaba de su perfume.  Es que no sabía dejar de estar aunque ya no estuviera. Y en su rigor y en su deseo de estar, no paraba de contar.

Mientras contaba, cambió la ruta y siguió los pasos que subieron a un infinito abierto que la hizo volar por debajo de un arco lleno de color.  Tuvo que irse sin terminar de contar los pasos, sin elegir el color para un día, como si el día no fuera día, como si los errores no existieran.  Era parte de su trato con la vida, aunque no se dio cuenta de que ya el trato había terminado.  

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