… Y mientras tanto, en algún
lugar de la estratósfera mental de cuyo lugar se resistía a salir, se
encontraba la conciencia de aquél convertido en una especie de soldado servil,
incapaz de interpretar lo que se desnudaba ante sus ojos, incapaz de creer que
en sus manos estaba el poder de cambiar para mejorar. ¡Que sí!, le gritaban las sangrantes heridas,
¡que se puede ser más y mejor, que la verdad no es la que te enseñaron a
repetir, que el mundo es más grande aún, que es profundo, que no tiene límites,
que los límites te los inventaron y tú te los creíste!
No necesitaba una amplia
sombrilla para resguardarse del sol. Un
solo dedo le resultaba más que suficiente para tapar el sol que lo encandilaba.
Estaba convencido de que una buena sombra lo cobijaba. No se daba cuenta de que el resto de los mortales,
los de los ojos abiertos, lo miraba desde un silencio contenido entre látigos
de miedo y resignación y veía cómo su piel se bronceaba y se quemaba por los
inclementes rayos de aquel sol que su dedo inquisidor pretendía tapar. Tan quemada estaba ya su piel, como rostizada
su conciencia, a fuerza de tanto engaño, lavado con falsas promesas y con un
poco de jabón barato, el mismo que usan para lavar los cerebros serviles.
Con un pan viejo, un atún
mal enlatado, una leche caducada, un aceite reciclado y un café amargo y desmerecido,
le completaron el pequeño vacío que se ahuecaba en su conciencia. Despertaba mal humorado, pero enseguida su
espalda se erguía y su cabeza, media desmembrada y hueca, se acomodaba en su
lugar para salir a convencerse una vez más de que el mundo conspiraba contra
él.
¡Qué mal le sentaba la vida!
¡Qué grande le quedaba el mundo! Sus pies no calzaban ni en su propia
ironía. Un ser mal viviente, sin
memoria, sin cariño, sin creencia, sin un atisbo de decencia. Un ser que caminaba porque el camino estaba
hecho, que bailaba porque los otros bailaban, que usaba su dedo como sombrilla
y tapaba hasta las lunas de otros planetas.
Y dominaba, porque tenía el látigo y gritaba, porque su voz cruel sólo
aprendió a gritar.
Con su grillete a cuestas,
su mirada tras los barrotes de su conciencia, su peso convertido en inercia, me
atrevo a dibujarlo en el muro roído del bastidor del teatro acabado y
moribundo. Allí se queda, sólo dibujado,
para que el tiempo destruya su imagen de nunca jamás, para que se desvanezca cuando
caigan los muros y no queden piedras que recuerden su existencia. Que el viento
aleje su polvo y que no se atreva más nunca a ponerse ni tan siquiera debajo de
las suelas de los zapatos de los verdaderos caminantes, los que construyen
caminos y siembran nobleza y dignidad.
Soldados con dedo hiriente
usado como sombrilla existen muchos. Hay
muchas categorías, éstos quizás revestidos con su propia ignorancia pretenden
aparentar el conocimiento que no tienen ¡y no lo tendrán! Es demasiado el jabón aseando cerebros y son
demasiadas las escobas barriendo ideas a su paso. Demasiada crueldad, demasiada ausencia de
libertad…
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