viernes, 19 de mayo de 2017

Cuando los círculos se hacen viciosos

Querían culpar a otros de sus propias limitaciones, querían aparentar lo que no era, pero necesitaban ser. Querían más que pertenecer, más que estar.  Esa necesidad de sentirse más, de tener más, de poder más.  No sé si es que nacieron así o se fueron haciendo con los años, pero resultaban realmente insoportables. Y en eso de querer trepar a costa de lo que sea, se montaron en su propio círculo del que no pudieron ya nunca escapar. ¿Qué clase de círculo? Uno vicioso, por supuesto, que por más que se avanza en él siempre se vuelve a lo mismo, da igual en qué punto, siempre será un punto de retorno.
Es así que, mientras con una mano lavaban la otra y con la otra la anterior y luego con las dos juntas lavaban su cara y su vergüenza al mismo tiempo, fueron creando su propio centro de lavado, tan redondo como su círculo vicioso, tan asqueroso como los hilos que lo hacían rotar.
Primero, un trato mal hecho, engaños al por mayor.  Una amistad en el momento perfecto para sacar el mejor provecho, palabras de dolor que casi se convierten en risas, sarcasmo e ironía girando dentro de su juguete favorito. Palabras y más palabras, gestos y mentiras, apoyadas en más mentiras y más sarcasmo.  Todo junto les quedaba tan perfecto.  Combinaba con su idiotez pulida y abrillantada con un trapo mal oliente.  Unos más de la banda, que salían todos los días a ver dónde cazaban una nueva presa.
Y en su círculo fueron montando a todos los que cazaban.  Sacaban del bolsillo de unos y prometían a los bolsillos de otros, pero como siempre, sus promesas se ahogaban con el hilo de su propia conciencia, ese hilo mugriento que les daba ese aspecto de marioneta repugnante.  Y en el camino, justo en la mitad de su vicio, se quedaba su porción, una buena tajada, jugosa y apetitosa, ésa que les hacía soñar en colores y bailar al son de la música que les tocaran.
En su círculo acariciaron con perversidad a los que debajo de su sien se encontraban. Los hicieron blandos e inseguros, iracundos y sumisos… despiadados.  Los llevaron a la miseria, a la peor de todas: la miseria humana, mientras les decían que los amaban. ¡Qué poca vergüenza para manipuladores tan perversos!
Quisiera yo que fueran pocos… pero hay tantos.  Reparten su daño por donde pasan, van dejando su olor a rastrojo, a ceniza, a desperdicio.  Y una vez montados en su círculo, ya no hay vuelta atrás.  Su círculo es vicioso, vuelta y vuelta, mareante, enfermizo.
Quisiera borrarlos con el mismo trapo con el que abrillantan su idiotez, pero creo que lo harán ellos mismos.  Una idiotez demasiado pulida termina quebrándose como el más fino de los cristales, dando forma a las dagas que se entierran en sus cuellos y acaban con su mísera humanidad.
Sé que se borrarán.  Son demasiado imperfectos y su basta imperfección los hundirá en el mismo foso cruel de donde no debieron salir. 
Ya no lo quiero recordar, ni pensar, sólo quiero que dejen de existir, que se aparten, que no molesten más, cada uno y todos juntos, con sus juguetes, con sus vicios, que sus propios círculos les sirvan de soga y que la utilicen como mejor puedan. Pero lejos: del mundo, de la vida, de la paz, del encuentro, del abrazo, de las sonrisas, de la inocencia, de la bondad.  No sé si exista un lugar así, tan vacío de sensatez, de simple sentido común; pero si no existe, seguro lo han de crear ellos con su solo aliento, con su sola presencia. Un sitio redondo, sin esquinas, donde giren eternamente y se harten de sus vicios.

Que se vayan de mí, que se vayan de los míos, que se alejen del mundo con sus vicios circundantes, para que por fin haya paz…

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