Todo comenzó un día antes y
acabó el día siguiente del día siguiente, un poco después de la hora de
siempre, minutos más, minutos menos.
Todos estaban en el mismo sitio, todos menos uno, que estaba como
siempre en el otro lugar, más allá de cualquier parte, más cerca que lejos,
haciendo planes y torciendo la vida de otros. Su tiempo era impreciso, su lugar
usurpado, su espacio robado, su espíritu rebelde y desagradecido, su presencia
insolente.
Nació porque sí, porque le
tocaba. Pero no debió nacer, llevaba mucho odio en sus entrañas y lo
escupía entre pétalos para encantar a los desencantados. Ojos cerrados, brazos
al frente, manos caídas, mirada vacía, risa aprendida. Muñecos repetidos, aprendidos, desalmados.
Así quedaron quienes lo seguían.
Por las noches se reía de su
hazaña. En el día acariciaba sus deseos, para seducirlos más y hacerlos
obedientes. Dos seres en uno, ángel y demonio, con su
verbo decorado y sus dientes afilados.
Siempre listo para cualquier batalla, daba igual si en medio de la paz o
de la guerra, había que batallar.
Un tiempo desfasado que no
debió pasar. Pero es que nació y ya
nadie lo pudo evitar. Hizo lo que tenía
que hacer, como el alacrán, que pica y arde, que arde y mata, da igual si acaba
de aparearse con su propia presa. Sabía besar y chupar entrañas a la vez, no lo
podía evitar, es lo que hubiera hecho en cualquier lugar, con o sin
circunstancia. Por eso no debió nacer. Pero nació y utilizó sus tenazas para atrapar
presas blandas e introducirles su aguijón, para luego irse a la cama con el
placer de haber hecho lo que tenía que hacer.
Así vivió donde no tenía que
vivir. Mató sueños, donde había muchas
bellas durmientes fabricando ilusiones.
Y se apoderó de la desgracia mundana para hacerla suya y proyectarla
como si fuera el deseo de todos.
Trastornó hasta lo que no había, porque al final hasta los espacios
vacíos se hicieron eco de su desquicia.
Todo quedó al revés y el día
siguiente del día siguiente, después de la hora no anunciada, ocurrió lo que
tenía que pasar y todo acabó como nunca debió empezar. El que nunca debió nacer dejó su mundo como
nunca lo debió dejar. Una gloria
devastada en medio de un mudo silencio de muros que suplican un poco de piedad,
en una cueva oscura barnizada de incertidumbre y deslealtad. Un tiempo cualquiera
que nunca debió llegar, pero llegó y hay que saberlo superar.
Todo en la vida tiene un
tiempo y todo tiempo tiene un fin.
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