Era una vez un pueblo en el que
se luchaba una gran guerra. Todos
querían el poder para gobernar y aplicar su estilo y sus maneras ¡y dominar! En esa gran guerra había batallas que se
libraban entre varios grupos y mientras las batallas ocurrían, unos parecían
ganar el liderazgo, mientras otros parecían perderlo.
Llegó el día de la batalla final
y todo ocurrió un poco al revés. Fue un día de extraña gloria en la que ganó el
grupo que parecía perder y perdió el grupo que parecía ganar. Entonces, el
grupo que parecía ganar, pero que perdió, tuvo que tragarse la arrogancia que
engalanaba cada movimiento de sus espadas.
Se llenaron de indignación, de estupor, de rabia y desconsuelo. No se
imaginaban perder así. Toda la confianza que habían ganado entre la gente del
pueblo se estaba desvaneciendo. No se lo
podían permitir. Fueron pasando los días
y ya no se hablaba de ellos, sólo se les mencionaba para comentar la terrible
pérdida en el momento menos esperado. La avalancha los hundía y no estaban
dispuestos a asumir una pérdida de tal magnitud.
Las vísceras y la inteligencia
comenzaron una nueva batalla interna en aquel grupo que perdió, mientras se
sentía ganador. La corona de laureles se
quedó fría en los cojines del trono que soñaban. Sus hojas frías y secas comenzaban a caerse y
a segregar su propia bilis. Esa mezcla visceral empujó la inteligencia, que no
les faltaba, hacia una nueva idea: hacer su propia batalla y ganarla.
Tenían que estar de nuevo en la
palestra y tenían que ser recordados como ganadores para ir erguidos a su
próxima guerra, porque lo que sí tenían claro era que la guerra había que
ganarla. No podían ser vistos como perdedores, no lo soportaban. Había que
ganar así fuese en una batalla inventada. Así que se inventaron su propia batalla.
Comenzó una lucha interna, para
muchos interesante, para otros desabrida. Por encima de la mesa agitaban sus
manos y se miraban con enfado. Por debajo de la mesa acariciaban sus piernas y
se besaban sus pies descalzos. Todo era mentira, todo tenía un propósito. Y lo consiguieron. No se hablaba de otra cosa en el pueblo, más
que de sus miradas y su tono beligerante.
Cada movimiento de sus integrantes era seguido con suspicacia. La hostilidad ganaba terreno en una batalla
inventada para una guerra que aún no estaba.
Pero lo importante era que se hablara de ellos, convertirse en el punto
de mira de los de arriba, de los de abajo, de los del centro, de los de un lado
y de los del otro. Y lo consiguieron. Ya
ni siquiera el ganador de la anterior guerra recordaba que lo era y los demás
contrincantes estaban tan ocupados buscando el oro entre las piedras sobrantes,
que ni cuenta se daban de que ya nadie los nombraba, ni se acordaban de ellos.
Lo consiguieron: dominaron los
espacios, las voces, las palabras, los oídos, las luces, las sombras, las
fotografías, las portadas, los comentarios.
Y mientras tanto, alimentaban su espectáculo cada día con nuevos
desafíos, una batalla montada en una nube negra que por dentro se llenaba de
risas.
¿Ganar o perder?... ya se ganará,
cuando acabe el invento y hayan creado su propio triunfo. Una batalla ganada entre ellos mismos, donde
los supuestos perdedores al final terminen aliados con los supuestos ganadores,
imprime fortaleza a la cima triunfante.
¿Qué pasará en la próxima guerra,
la de verdad?... Sólo sé que ellos irán erguidos, triunfantes, aunque el
triunfo haya sido entre ellos mismos. Seguramente muchos habrán olvidado que en
la guerra anterior fue ése el grupo que parecía ganar y que al final
perdió. Seguramente sólo recordarán que
acaban de ganar y que se ven fuertes y arrogantes y al que le guste apostar al
ganador, ya tiene la lista en la que anotarse.
No sé qué más pueda pasar en las
próximas batallas de las próximas guerras.
Lo que sí sé es que guerras habrán y cada vez serán más pensadas, más
manipuladas.
Así que en este final no hay colorín
colorado, pues esta historia apenas ha comenzado… y, como suelen decir los
cuentos intrigantes, seguramente continuará…
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