Otra vez a pensar, a intentar resolver
lo indescifrable, a darle vueltas una y otra vez hasta conseguir lo de siempre:
nada. Un puñal clavado en lo profundo del corazón, otro puñal desgarrando las
vísceras, otro haciendo añicos al cerebro.
Se había convertido en una queja ambulante, en un nido de problemas sin
resolver.
Se asomó a la ventana y lo vio
todo igual. El frutero pasaba con su
mercancía, ordenaba las frutas para que lucieran más apetitosas. La señora con
el carrito de compras y la bolsa de pan,
el niño con su uniforme dando saltos mientras su mamá lo lleva de la
mano, el señor del bastón con su caminar pausado buscando conversación en
cualquier mirada que se atreva a encontrar la suya. Parecía que la imagen se repetía todos los
días. Cada quien en lo suyo, avanzando
mientras el día iba quedando atrás. Y él,
con su nido de serpientes que adornaban su cabeza, no paraba de pensar y de
enredar lo que le quedaba al día antes de fallecer en una noche sin luz y sin
encanto.