viernes, 18 de noviembre de 2016

La cita de los sábados a la una


El sábado a la una era su cita, como siempre, como todos los sábados.  No lo habían establecido así, no lo habían acordado, pero siempre ocurría.  Él sabía que ella estaría desocupada a esa hora, sabía que podía dedicarle un rato de su día.  Él despertaba ese día siempre contento, pensando en su próximo saludo.  Para él era muy próximo, porque con las horas de diferencia que los separaba, dada la distancia que habitaba entre ellos, su cita era más temprano, a las ocho de la mañana.  Y así siempre, el sábado a las ocho era su cita.
Él a las ocho, ella a la una, cada sábado, una y otra vez.  Se pensaban tanto el uno al otro que se comunicaban con el corazón. Nunca hablaron de su cita de los sábados, pero la cita llegaba, el teléfono los acercaba.  La una de la tarde marcaba una pausa para ella.  Las ocho de la mañana marcaban un impulso para él.  Y la llamaba.  Ella escuchaba el repique del teléfono y suspiraba, sabía que era él.
La alegría llegaba a ambos, suspiraban cuando se escuchaban, la ilusión los invadía.  Su amor era eterno, inmenso. Una sonrisa los acompañaba y un suspiro siempre se escapaba. Se contaban lo de todos los días, lo hecho y lo pendiente.  Ella le transmitía sus ocurrencias y vivencias, él, su sabiduría, mientras intercambiaban  consejos del vivir, del existir, del hacer y todo lo que les divertía. Compartían preocupaciones y sentimientos, la vida, el subsistir, los amores, los encuentros.
No sé si se decían que tanto se querían, quizás les avergonzaba o tal vez lo daban por dicho a través de sus suspiros compartidos.  Lo que siempre se decían era lo mucho que se pensaban, lo presente que estaban los dos en las anécdotas de cada día, en los paisajes que veían, en las noticias que compartían, en el “cómo estás” tan necesario.
La cita de los sábados acababa en suspiros, ésos que se comparten cuando ninguno de los dos se quiere despedir.  Y la sonrisa quedaba plasmada en ambos.  Para ella, la tarde se hacía más placentera, la fatiga quedaba en el olvido y las palabras retorcidas que se cruzaban en sus oídos, pasaban cual pluma enfrentada al viento.  Lo demás no importaba, tenía la fuerza de ese amor que tanto la quería y le daba el impulso y el valor para enfrentarse a la vida y a lo que fuera. Para él, la mañana comenzaba alegre, la luz del sol cobraba sentido y su corazón se fortalecía y se escudaba en su sonrisa, ésa que lo acompañó siempre desde que la vio la primera vez.
Pero un día las cosas cambiaron.  La vida hizo lo que tenía que hacer y ocurrió lo que tenía que ocurrir.  Él ya no estaba, el día de ponerse alas había llegado y él había volado. A partir de entonces el sábado a la una el teléfono no sonó más. No hubo más llamadas. Ella se llenó de silencio, de vacío.  Y cada sábado saltaba su corazón a la hora de siempre. Miraba inútilmente el teléfono y enseguida su mirada lo esquivaba.  Todo lo que quería decirle se escurría lentamente por su mejilla.

Su amor persiste y soporta las barreras que superan las distancias.  Desde entonces se buscan en los sueños.  La cita de los sábados a la una ya no está, un nuevo lugar de encuentro los espera cada madrugada, mientras ella duerme y confunde los sueños con su vida, en la que cada sueño es una cita y cada cita es un sueño.

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