El sábado a la una era
su cita, como siempre, como todos los sábados.
No lo habían establecido así, no lo habían acordado, pero siempre
ocurría. Él sabía que ella estaría
desocupada a esa hora, sabía que podía dedicarle un rato de su día. Él despertaba ese día siempre contento,
pensando en su próximo saludo. Para él
era muy próximo, porque con las horas de diferencia que los separaba, dada la
distancia que habitaba entre ellos, su cita era más temprano, a las ocho de la
mañana. Y así siempre, el sábado a las
ocho era su cita.
Él a las ocho, ella a
la una, cada sábado, una y otra vez. Se
pensaban tanto el uno al otro que se comunicaban con el corazón. Nunca hablaron
de su cita de los sábados, pero la cita llegaba, el teléfono los acercaba. La una de la tarde marcaba una pausa para
ella. Las ocho de la mañana marcaban un
impulso para él. Y la llamaba. Ella escuchaba el repique del teléfono y
suspiraba, sabía que era él.
No sé si se decían que
tanto se querían, quizás les avergonzaba o tal vez lo daban por dicho a través
de sus suspiros compartidos. Lo que
siempre se decían era lo mucho que se pensaban, lo presente que estaban los dos
en las anécdotas de cada día, en los paisajes que veían, en las noticias que
compartían, en el “cómo estás” tan necesario.
La cita de los sábados
acababa en suspiros, ésos que se comparten cuando ninguno de los dos se quiere
despedir. Y la sonrisa quedaba plasmada
en ambos. Para ella, la tarde se hacía
más placentera, la fatiga quedaba en el olvido y las palabras retorcidas que se
cruzaban en sus oídos, pasaban cual pluma enfrentada al viento. Lo demás no importaba, tenía la fuerza de ese
amor que tanto la quería y le daba el impulso y el valor para enfrentarse a la
vida y a lo que fuera. Para él, la mañana comenzaba alegre, la luz del sol
cobraba sentido y su corazón se fortalecía y se escudaba en su sonrisa, ésa que
lo acompañó siempre desde que la vio la primera vez.
Pero un día las cosas
cambiaron. La vida hizo lo que tenía que
hacer y ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Él ya no estaba, el día de ponerse alas había llegado y él había volado.
A partir de entonces el sábado a la una el teléfono no sonó más. No hubo más
llamadas. Ella se llenó de silencio, de vacío.
Y cada sábado saltaba su corazón a la hora de siempre. Miraba
inútilmente el teléfono y enseguida su mirada lo esquivaba. Todo lo que quería decirle se escurría
lentamente por su mejilla.
Su amor persiste y
soporta las barreras que superan las distancias. Desde entonces se buscan en los sueños. La cita de los sábados a la una ya no está,
un nuevo lugar de encuentro los espera cada madrugada, mientras ella duerme y
confunde los sueños con su vida, en la que cada sueño es una cita y cada cita
es un sueño.
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